Papá siempre me contó

Papá siempre me contó

BONAPARTE GAUTREAUX PIÑEYRO
Papá tenía 12 años cuando los yankis invadieron nuestro país en 1916. El viejo contaba que antes de los norteamericanos, aquí el tortor sólo se usaba para capar toros no como instrumento para interrogar. Aplicaron el tortor en las sienes y en los testículos.

Se desconocía eso de atar un prisionero y dejarle caer una gota de agua en la cabeza indefinidamente.

Lo peor es lo que vio papá en la confluencia de los ríos Seibo y Soco, en El Seibo. En «Las dos bocas».

Papá siguió a distancia prudente al grupo que cruzada el pueblo con un grupo de presos. Lo integraban soldados americanos y algunos prisioneros amarrados de modo que casi no podían caminar. Los soldados llevaban algunas latas vacías.

Llegados a la confluencia de los ríos un soldado alto, gordo, fuerte, obligó a los prisioneros a doblegar las rodillas en el suelo mientras llenaba las latas de agua. Tomó un embudo bregó con el preso. Le rompió los labios, le rompió uno que otro diente y cuando el prisionero regurgitaba el agua insistía en su tarea hasta que se le hinchaba la barriga al preso y entonces el soldadote, alto, fuerte, pesaba estacas recién cortadas de algún guayabo cercano y le rompía el estómago a estacazos. Eso lo hizo hasta que se le acabaron los presos.

El informe que rindieron unos senadores norteamericanos que vinieron a observar la situación nacional y la conducta de los invasores cuenta de un hombre en Hato Mayor que fue atado entre cuatro estacas que apuntaba hacia un punto cardinal diferente.

Se acercaron soldados quienes sustituyeron las estacas por sendos caballos. En el silencio expectante de la gente que acudió, por la fuerza, por curiosidad o por placer, fue roto cuando la voz de mando del soldadote abusador y cobarde dio la voz de mando para que los caballos salieran disparados cada uno en una dirección diferente.

No son historias salidas de la chistera de un prestidigitador . No. Lejos de ello. Son lamentables historias de las que se ocultan con el ejercicio de cosmetizar la historia hasta que sólo hay un libro de cuentos que trata como tema la ocupación americana de 1916 a 1924, se titula «Cuentos del abuelo Julio» lo escribí y publiqué en la década de 1980.

Tal parece como si a la literatura nacional le hubiera interesado muy poco tratar el tema. Quizá por cobardía, quizá por complicidad, quizá por querer hacerse el gracioso o por no meterse en lo que creen que son camisas de once varas.

La historia de las torturas de todos los ejércitos imperiales a lo largo de la historia es larga y siempre deja rastros.

Lo que resulta inaceptable, a estas alturas de la civilización, es que Estados Unidos legalice un «método de interrogatorio» que consiste en cubrir la cabeza de un prisionero con un trapo que se moja hasta que se pega del rostro y crea una sensación de ahogo. El gobierno de Estados Unidos dice que eso no es tortura y que puede y debe ser aplicado a presuntos terroristas para que confiesen.

Suerte que esos amigos son «los campeones de la democracia» ¡Coño cuán abusadores son!

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