Papeles delicados

Papeles delicados

POR  PEDRO GIL ITURBIDES
Llamé al ingeniero Sandino Roca para pedirle una copia de los planos de los túneles y otros hoyos abiertos en el subsuelo de la ciudad de Santo Domingo. Luego de los saludos de rigor inicié mi ponderada solicitud. “Estoy realizando un estudio sobre falcónidos del subsuelo, y me gustaría…”

-Lo siento. ¿Busca planos del subsuelo de la ciudad? Imposible entregárselos. Son papeles muy delicados y…

A la recíproca lo interrumpí a mi vez. Le expliqué que soy hijo de comerciantes y dediqué mi niñez y mi adolescencia a despachar en papel de estraza, craft y otros tipos. En épocas de celebraciones especiales, como las dedicadas a las madres o los maestros, envolví regalos en papel celofán. Vendí papel ministro, papel cebolla, cartulina y cartón piedra. De manera que no hay que explicarme cuál tratamiento debo dar a un papel delicado. Pero andando al toma y daca, el ingeniero Roca retomó la palabra.

-No me refiero a la delicadeza del papel, sino del contenido. El propio Presidente…

-¿El Presidente Fernández?, pregunté.

-El Presidente de la compañía en la que trabajo. ¿A cuál habría de referirme si no? Pues bien, el Presidente de la compañía me ha dicho que esos planos son papeles muy delicados que no pueden andar prestándose de un lado a otro. En esos planos están dibujados cruces de peatones y segmentos de caminos que pueden ser vitales para la república en momentos determinados. De manera que…

Supuse que el ingeniero Roca ofrecía explicaciones hiperbólicas para una cuestión de dominio público. No es sólo que los hoyos son conocidos, y que están a la vista de todos, sino que constituyen obras de dominio público. Por eso volví a quitarle la palabra, y esta vez con la pretensión de no dejármela arrebatar tan fácilmente. Para comenzar le reiteré que los hoyos son conocidos de todos. Le hice saber que asuntos que atañen al bien común no pueden esconderse como el tesoro de Francis Drake. O como otros tesoros. Debido a la verborrea desplegada, Roca juzgó que mi reclamo pasaba de Castaño a Lora.

-¡Oígame!, gritó altisonante, ¿conoce usted el hoyo de Pelempito? ¿Oyó del hoyo del Santo Cerro? ¿De Fefita la Grande?

Desde que dijo esto último lo paré en seco. Era evidente que estaba metiéndome para lo hondo.

-¿De qué hoyo de Fefita la Grande me pregunta usted?

-¡Yooooo! ¿Acaso le he hablado de eso? Le pregunté si había oído los merengues de Fefita la Grande. Ocurre que el verbo está tácito y sobreentendido, y usted, que sin duda es lerdo por entero, no me entendió. Como no comprende lo de los hoyos.

 Era evidente que el ingeniero Roca estaba resultando una peña dura de partir. Bueno, lo ha demostrado a lo largo del empecinado trabajo del último año. Pero la pregunta que hemos de hacernos, que no hice en aquella imaginaria conversación, no tiene que ver con ninguno de los hoyos que mencionó. Ni siquiera con el último. Por supuesto, me refiero al hoyo del Santo Cerro, no al otro. La pregunta tiene que ver con Nicolás de Ovando. El fue el primero que le hizo los dichosos hoyos al subsuelo de la ciudad de Santo Domingo. Según contaba don Ramón Báez López-Penha, comenzó a hoyarla para buscar agua. Bajó por gravedad agua del altozano de San Antón hacia la primera ciudad del Nuevo Mundo. Dotó de tal modo las cuadras aquellas que levantó con obra de sillería, ingenio del español y trabajo del aborigen. De hecho, don Ramón esperaba derribar las viviendas situadas en la vecindad de las ruinas de la Iglesia de San Francisco de Asís, para dejar al descubierto aquel primer hoyo.

Se trata del pozo con que surtió de agua a los residentes primeros de la ciudad. El otro hoyo, el del drenaje pluvial, es hoy sujeto de leyendas. Y en épocas en que estaba vivo don Moncito, estructura destinada a mostrar a nacionales y turistas el ingenio de aquellos antepasados. Por supuesto, ninguno de ambos tiene la delicadeza de otros hoyos igualmente horadados en el subsuelo de la ciudad.

Y, a quinientos años de distancia, pienso que Ovando le hubiera mostrado aquellos planos a cualquiera. Porque no se encontraba entre aquellos trazos, a no dudarlo, nada tan grácil y frágil que pudiera tildarse como delicado. Salvo, ¡claro está!, que se alguien aludiera a Fefita. Porque, según me han dicho, en la tumbadora de su agrupación, del lado abajo, puede contemplarse un hoyo. Aunque no tan grande ni tan delicado como el de la ciudad.

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