Para el percusionista Nicholas Silfa, la vida comienza de nuevo

Para el percusionista Nicholas Silfa, la vida comienza de nuevo

POR ÁNGELA PEÑA
Para Nicholas Silfa, hay tres días de su vida que no existen: los de la operación de trasplante de hígado que le practicaron en Estados Unidos. De ese doloroso y complicado proceso no recuerda nada.

Fue después de ese lapso que se sintió vivo, cuando percibió la presencia dulce de doña Lucy, su madre, como la de un ángel. Intentó decirle mamá, pero la palabra quedó detenida en su garganta. Interiormente se tranquilizó al comprobar que aún estaba en este mundo.

Tras tres años de angustiada espera, el afamado percusionista, reconocido en América, Europa y el país por su banda, los grandes músicos que ha acompañado y el coqueto restaurante Túcaro’s-The jazz club, que poseía en la calle Julio Verne, vio una luz el treinta de agosto del año pasado cuando lo llamaron del Presbyterian Hospital para anunciarle que había llegado un hígado nuevo para su cuerpo.

La existencia se le había tornado gris con la espera. La desilusión se había apoderado de él por tanto tiempo pasado entre un cuarto y la sala de emergencias. Le habían dicho que debía aguardar ocho años por un donante. “Aparecían hígados, pero no para mí. Todos los viernes se reunían para discutir quien sería el próximo. Tuve la suerte de que me encontré con otra alma que reconocía a esta alma, porque las almas se encuentran, y un médico italiano, el doctor Paul Fedi, hacía lo posible para que yo fuera el próximo”.

Ansiedad y gozo se conjugaron en “Nicky” al recibir el anuncio. Porque saldría de su triste cuadro depresivo, recibiría el órgano que le devolvería la salud, porque ya sabía, a través de los seminarios que recibió previo a la intervención quirúrgica, que el proceso de implante sería complejo y la recuperación riesgosa y lenta. Pero su cuerpo recibiría un hígado perfecto de una campesina norteamericana de 40 años de edad que al morir estaba “completamente sanita”, dice.

Madre es madre

Nicholas es el único hijo de los reconocidos luchadores antitrujillistas Nicolás y Lucy Silfa. Partió del país en 2003 con fines de presentarse en Francia, consciente de padecer una cirrosis hepática cuyo estado crónico desconocía. Al subir al escenario en una universidad de París se desplomó. Jamás tuvo energías para levantarse. Allí le dieron primeros auxilios pero no podían operarlo por ser extranjero. Hoy agradece esa adversidad porque, de haberlo intervenido, afirma, su madre no hubiese podido estar con él. “Lamentablemente para el resto el mundo, no hay cariño como el de una madre latina, madre es madre, no quiero poner las de otros países por debajo, pero la pasión de una mujer latina es diferente”, manifiesta este pionero del movimiento hippie de los años 60 que hoy ve la vida como un hombre nuevo que conoció, a través de la enfermedad, “la bondad de Dios. Él se manifestó en todos los que se me acercaban. Él no me enseñó su cara, pero me mostró su amor”, expresa.

 Nueva York volvió a ser su refugio. Doña Lucy vendió  propiedades de valor para pagar la renta del cuarto que compartía con su hijo Siljian, de 19 años, su leal y abnegada compañera Miledy que voló desde aquí para estar a su lado, y su madre. Esos eran sus ángeles, asegura. “Conseguí que el Gobierno me pagara la comida, que me sirviera un dinero por el tiempo trabajado allí, los impuestos sirven, nací y me crié allá y mi carrera musical la ejercí en California. El dinero que me daban era para sobrevivir”.

Está aún convaleciente, supuesto a estar en cama pero luce sano a pesar de que  debe usar bastón, hacerse biopsias y dos chequeos de sangre mensuales, vencer los efectos secundarios de medio centenar de medicamentos que debe ingerir, de las pastillas que consumirá de por vida para mantener el sistema inmune y para que su cuerpo no rechace el hígado. Vino a la República por 15 días para respirar aire de mar, contemplar la naturaleza, reencontrarse con su madre que todavía tiene el rostro cansado y que no ha recuperado las libras perdidas por las incertidumbres y los desvelos.

Lo que ha pasado Nicky no fue nada sencillo, cuentan. “La operación fue de trece horas, tengo cortes horizontal y vertical en estómago y abdomen porque me abrieron y fueron sacando intestinos, todo, hasta llegar al hígado, tienen que cortar venas, arterias, de todos lados, incluso las de abajo, y todo esto tiene que ser perfecto, no hay espacio para error, después que te las conectan, vuelven a introducirte todo de nuevo, a poner cada cosa en su lugar”, refiere.

Después de pasar por varias secciones del hospital, en recuperación, fue trasladado definitivamente a la habitación donde estuvo cuatro meses acostado boca arriba. Luego fue transferido al pequeño apartamento y estuvo seis meses más en la misma posición. Su único ejercicio era ir al Presbyterian para los chequeos.

Ha perdido bastante visión. Tiene tres prescripciones médicas para poder ver, leer, manejar la computadora. Cuando salió del hospital le daban 48 píldoras por la mañana, 14 al mediodía y 48 por la noche, ahora está en 12, 3 y 10. Conserva de recuerdo pinzas, tijeras, grapas usadas en el transplante y el amargo sabor de haber pensado cada día que se iba de este mundo. “Me acostaba con las manos cruzadas, por si me moría, porque después de operado me hinché tanto que pensé que la piel se me iba a explotar y justamente cuando estaba comenzado a explotarse, se cayó tan bajito que me podía ver los huesos, tocaba la carne y me hacía blug, y yo lloraba: “Dios mío, ahora gordo, ahorita flaco ¿esa será la vida mía? Se preguntaba.

Tener fe

Nicky hoy es una inspiración para los que puedan estar atravesando por trances difíciles. Sus palabras son las de un ser humano que descubrió que “hay algo, llámese Dios, destino, lo que sea, hay una fuerza fuerte. Las oraciones nunca me faltaron. Rezo por agradecimiento”. Lo primero que hizo al pisar tierra dominicana fue ir a tocar al templo de la religión de su madre. “Era justo que las primeras notas que tocaran fueran para esta gente que me regalaron cinco minutos de su vida todas las semanas para pedirle a Dios que yo saliera de esto”, confiesa. También agradece a Ismael Reyes Cruz, Fermín Acosta, Oscar Lama, Hipólito Mejía, porque ofrecieron la ayuda inicial que fue el empuje para que su madre viajara y pagar los primeros meses de renta.

Su deseo de querer seguir tocando estaba presente en esos duros momentos postoperatorios. “Rezaba y decía: Dios, por favor, si me tengo que ir, déjame irme pero primero llévame a un escenario, déjame morir tocando mi instrumento. Soy baterista, soy un percusioncita, eso es todo lo que yo quiero”.

Nicky nació en Estados Unidos el 22 de junio de 1959. Tiene 54 años. Se hizo cargo de su hijo desde que éste tenía dos años, dejando su banda, que se había convertido en Revelación del Año en Estados Unidos, porque consideraba que el pequeño lo necesitaba.

“Tengo un hígado más joven y si me comporto bien, viviré veinte años más.”, asegura. Al preguntarle si se ha comportado mal responde: “Al decirte mi edad, automáticamente te dice que mi juventud fue la de los hippies, y fue en Estados Unidos, en California, o sea que yo soy de los originales”.

Considera la supervivencia “un milagro, porque yo sabía lo que iba a pasar si no conseguía lo que necesitaba, me iba a morir ¿y cómo dejaba a mi mamá, a mi hijo?” no prosigue porque el llanto se lo impide. Doña Lucy lo abraza confortándolo”. Cuando se recupera manifiesta: “Hay que tener fe, fuerza mental, por más débil, por más deprimido, hay que hacer un rincón en la cabeza que te diga que lo vas a superar, yo oía una vocecita interior que me decía: tú vuelves a tocar, la estás pasando mal pero morirte no es tu realidad, vas a volver a casa”.

Entonces pidió a su madre que le enviara el redoblante, los palos, la guitarra, sus dos platos electrónicos, los colgó en las escasas paredes de aquel cuarto junto a notas musicales, afiches de Billie Holiday y Bob Dylan, “de mi época, los años 60, cuando los conciertos valían peso y medio. Me vinieron tantas señales que cuando estaba tan mal miraba las guitarras, los instrumentos que me recordaban que yo era músico, y veía a mi personaje favorito: Batman”. El hombre murciélago es un tatuaje grabado en su cuerpo desde que era adolescente. Antes de entrar al quirófano advirtió a los médicos: “No me quiten mi batiseñal”.

“Todo ha cambiado, siempre seré el carajito más viejo del mundo, el niño en mí jamás se va a borrar. Soy de 54 pero gateo como uno de cinco, rehúso saltar esa inocencia, pero ha vivido vidas…”, exclama. Y reflexiona “A la hora que te tengas que ir, el amor que te rodea vale más que lo que puedas tener en bancos. A mí me salvó saber que había gente que me quería: Dios, mi mamá, mi hijo, Miledy, gente con la que cometí errores y me perdonó y todavía me quiere. El valor de la amistad es mi mayor riqueza”, añade.

A pesar de esos tesoros, su madre le aclara: “Dios fue El que te salvó, más nada. El te dejó con algún propósito. Tienes que seguir pensando en Dios”. Y Nicky acota: “Dios me permitió la debilidad, y cuando ésta pasaba, me enseñaba el camino. Hoy siento que otras fuerzas mueven mis manos. Ahora tengo lo mejor de los dos mundos. Es mi turno y voy a aprovechar todo lo positivo que me queda a la mano”.

El pequeño Siljian le anima con estas palabras: “Papi, tú eres un gladiador de la vida y las marcas en tu cuerpo significan que triunfaste”.

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