Para España se va

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CARMEN IMBERT BRUGAL
Ramón conoció a Magdalena cuando la trenza que adornaba su espalda era más larga que su vida. Catorce años tenía entonces y él veinte. Como suceden los milagros del sentimiento, sin necesidad de promesas, decidieron compartir deseos bajo un mismo techo. Se la llevó a Los Cacaos y vivían felices. Él cuidaba una finca, ella cocinaba, lavaba y lo esperaba a las 6 de la tarde para escuchar un programa de merengues. Después de los víveres, la noche se metía con ellos en el catre. Una vez al mes, Magdalena veía a los dueños de la tierra y la casa, apenas conversaban. Entre estrellas y desvelos nació Ramoncito y se sumó a la rutina plácida de sus padres.

En mayo, Magdalena y su hijo visitaban la familia. Diez días servían para que ella compartiera con la madre, Angela, sus cinco hermanos y un taciturno padre, Matías. Regresaba cargada de casabe, sazones, flores y dulces. Un mal día, Matías viajó a la capital con un compadre y lo sorprendió una bala. Después del sepelio, Angela, desesperada, le pidió a su hija mayor y a Ramón, ayuda para criar a los huérfanos y soportar la intempestiva viudez. Aceptaron y se trasladaron a la verde humedad de Cayetano Germosén. Magdalena estaba deslumbrada con la nueva vida. Tenía vecinos, asistía a los velorios, la invitaban a las reuniones de la iglesia, a los cumpleaños. Veía telenovelas, merodeaba por el colmado lleno de risas, motores y piropos. Vivió dos años en Los Cacaos, su único amigo fue el marido y los chivos, perros y gallinas que rodeaban la vivienda.

Ramón trabajaba como vigilante de un almacén, ubicado a 3 kilómetros de la casa donde convivían miseria, cariño, mujer, suegra y cuñados. El salario no alcanzaba. Magdalena quería trabajar pero él estaba opuesto. Transcurrieron seis años, los huérfanos crecían, algunos conseguían una chiripa, otros no. Ramón continuaba en el almacén y Magdalena logró ahorros gracias a rifas y a la venta de jugos y arepas, sin embargo, quería más. Sus 22 años no le pesaban. Lucía hermosa y descubría secretos de la estética con una amiga peluquera. Amaba a su marido aunque sabía que nada sería igual a la ilusión de Los Cacaos, por eso Dios y la astucia la ayudaron y no parió más. Suficiente tenía con Ramoncito y los hermanos.

Una tarde visitó la casa una prima deslumbrante, vivía en España. Le contó las maravillas de Madrid y las extraordinarias posibilidades económicas que tendría si trabajaba con ella en una cafetería administrada por un italiano que conoció en Puerto Plata y la ayudó a emigrar. Magdalena no pudo dormir esa noche. Sumó, restó. Imaginó a su hijo calzando unos tenis azul y vistiendo con ropa brillante. Se imaginó contando dólares y enviando a su familia lo necesario para instalar una barra comedor y para cambiar las ventanas, los pisos, las camas, las cortinas de la casa. el enorme televisor que compraría, la máquina de coser para Angela, el motor que le regalaría al marido. Ramón lo percibió y nada dijo.

La prima prometió “arreglarle los papeles” y llevársela. Sólo tenía que conseguir $25,000. Habló con su madre. En secreto hipotecaron la casita, vendieron los marranos, tres meses después Magdalena no estaba. Cuando Ramón regresó del trabajo y preguntó por ella, la suegra le dijo: Va a volver. Desde entonces la espera.

Alguien decretó la muerte del amor romántico, agonizó a través de los siglos. Dicen que huyó, antes de morir, confundido entre Goethe y el último verso de Bécquer. Se hundió con los estremecimientos de aquel Farewell inolvidable de Neruda, hizo gárgaras con un bolero perdido que Luis Miguel no puede recuperar. Ya no hay niñas como la de Guatemala, aquella que murió de amor. La tuberculosis desaparece entre camelias de plástico. No hay antídoto contra las derrotas del deseo. Pero Ramón no lo sabe. Renueva su esperanza tragando ron los sábados, escuchando bachata y contándole a su hijo cuán extraordinaria es Magdalena, cuánto los quiere y cuánta falta le hace. Se aferra al recuerdo de la mujer perdida. Su imaginario afectivo tiene el límite de una larga trenza y una ingenua mirada que debe ser diferente…

Magdalena se fue en el 1996. A la comarca no ha llegado señal de ella, ni la prima tiene su ruta. Nadie discute que trató, durante años, de criar a su hijo, a sus hermanos, que intentó consolar a su madre, apoyó a su buen hombre. Él ha vuelto a sonreír. Un compañero de trabajo le comentó, antes de año nuevo, “en la capital están buscando obreros para llevarlos a España. Lo leí en El Nacional”. (España Dará Trabajo a 180,000 Extranjeros. 29.XII.06 ) Se va. Pretende encontrar a Magdalena en una esquina cualquiera de la península.

Así, tan simple. El amor tiene una capacidad infinita para la espera. Si él ha esperado tanto ¿por qué aquella linda muchacha no puede estar en la esquina aguardándolo? Ramón ignora que alguien escribió: benditos los que saben que aman tornándose duendes sin necesidad de despedidas…

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