Para esta época del año

<P><STRONG>Para esta época del año</STRONG></P>

Para esta época del año uno debiera retirarse a un lugar apartado, solitario, hacer silencio y dialogar sólo con los campos y los árboles y los animales.  Aprender a renunciar a tantas cosas inútiles, tener el coraje suficiente para no hacer lo que no nos gusta y desaparecer por un tiempo hasta que los demás nos extrañen. Tomar distancia frente a las cosas mismas, mirarlas como desde arriba, para eludir su contaminación vulgar. Saber decirle No a todo lo que no nos hace felices.

Quitarnos gente necia de encima y de en medio. Saber escoger esa hora precisa, maravillosa en que todo cuanto creemos importante pierde su importancia. Elegir, en la alta noche, cuando no conciliamos el sueño tras el tercer cigarrillo o la última copa de vino, ese instante único en que podemos estar solos,  irremediablemente solos en este mundo de Dios, explorar las infinitas posibilidades del insomnio para pasar revista a todo, al mundo, a la vida, a Dios, a nosotros y a los otros, sin complacencia y sin contemplaciones.

Evito la escritura de efemérides, la prosa de ocasión y vida efímera que mañana mismo será olvidada. Para mí el acto de escribir está íntimamente ligado a un afán de permanencia. Al escribir, lo que más me importa es lo que quedará de todo esto. Quiero durar. Pero intento ser sensato. No ignoro que, para ciertas fechas del año, la gente quiere saber de cosas dulces y bellas, de noticias refrescantes, de lecturas complacientes que no amarguen la conciencia. Quiere una tregua.

Demanda optimismo, razones luminosas para seguir viviendo, aun cuando ya no haya valores eternos inscritos en el cielo enrojecido de este tiempo crepuscular. Por un momento, la crítica deja de ser incisiva y demoledora para volverse constructiva y conciliadora. Tal vez mi probable lector demande ilusiones y esperanzas. Siento mucho no poder complacerlo.  No creo que sea ésa mi  misión al escribir.  Todo lo más que puedo hacer es invitarle cortésmente a meditar en serio sobre los seres y las cosas que le rodean y constituyen el entorno de su existencia.

Acude a mi memoria el recuerdo de navidades pasadas lejos de la isla. Eran los ya lejanos años ochenta y noventa. Yo salía a las calles de Praga, veía a la gente caminar deprisa y preocupada, veía a los checos con sus hermosas y elegantes mujeres marchar como tontos, como locos detrás de su prometida porción de felicidad terrenal; los veía debatirse con sus grandes problemas de libertad y sus afanes de consumo.  Nunca los vi sonreír hasta aquel otoño feliz de 1989.  Entonces sonrieron y sus rostros se iluminaron. Años después volví a verlos y ya habían perdido aquella sonrisa luminosa.

Salgo ahora a las calles de Santo Domingo, mi ciudad, y…¿qué veo? Veo a los dominicanos, mis compatriotas, debatirse entre la esperanza y el desencanto,  ansiando una mejor vida.  Trato de leer en sus rostros.  Cuando caminan solos, rara vez sonríen y siempre ponen cara de preocupados. Los veo quejarse, intranquilos, nerviosos,  acelerados hasta al ir de compras.  Los veo agresivos, groseros, violentos. Son seres ansiosos y tensos que se merecen un respiro.

No voy donde no me llaman y evito dar consejos (ni siquiera útiles) a quien no me los pide. Y a quien me los pide, se los doy con un sentimiento lleno de duda porque, a fin de cuentas, quien pide consejos nunca se lleva de lo aconsejado y siempre termina haciendo lo que le viene en gana.  Así que, ¿para qué darlos? Pero si algún buen consejo tuviera que ofrecer sería este: sacar hoy mismo, sin demoras, unas pocas horas de meditación solitaria para revisarnos y vernos claramente como frente a un espejo.  Si alguna oportunidad vale la pena aprovechar en este mundo de meras circunstancias, es la de volvernos más lúcidos, más agudos, más críticos y autocríticos. La lucidez descarnada, ese instante de revelación único, no tiene precio.

Eludo las etiquetas.  No se trata de ser optimista o pesimista, que sólo son actitudes, ambas igualmente legítimas y vanas. De lo que se trata es de ser  lúcido, y punto.  Los políticos, por ejemplo,  nos prometen el cielo en la tierra, un presente más limpio y un futuro mejor, pero no hay que creerles en absoluto. Hay que desconfiar de ellos, de su palabra engañosa. Hay que escuchar al corazón, a la sangre, al instinto. El espíritu nos engaña, nos induce a error, nos invita a creer, a confiar, sí, pero el instinto, la memoria, la experiencia de la vida, nos llevan a descreer, a desconfiar.  Si la vida es simulacro y engaño continuos, la lucidez (siempre escéptica, como lo sabía Cioran) es un ejercicio de desengaño, de des-fascinación.

El año se acaba.  Desde mi escritorio miro a través de la ventana las luces de la ciudad, los edificios públicos adornados por bombillitas navideñas, y siento que es una verdadera dicha que aún podamos compartir en este mundo desolado.

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