Para pasar el rato

Para pasar el rato

POR LEÓN DAVID
Un día decidieron mis padres que era muy aburrido no tenerme a su lado… entonces, sin pedirme permiso, me fabricaron. Ignoro –carezco, como dicen por ahí, de elementos de juicio- si cayeron en cuenta del tremendo e irreparable dislate en que incurrían. Lo cierto es que nací en un caluroso mes de junio, hace casi sesenta años y, desde entonces, mil contratiempos y dolores de cabeza les ocasioné, pero, ciertamente, jamás pudieron reprocharme que les dejara demasiado tiempo para aburrirse.

No entiende el grueso de la gente que vivir no significa otra cosa que matar el tedio. Por eso juega el niño, y nada hay más vital, más pletórico de energía que un chicuelo. Diera la impresión, sin embargo, de que nuestra civilización conspira en contra de la infancia y, por supuesto, -de lo uno se deriva lo otro- de la vida. Apenas crecemos unos palmos, nos hacen saber que hemos llegado a una etapa en la que no se admiten los libérrimos comportamientos del chaval. Y poco a poco, con mefistofélica insidia, nos hace perder el adulto nuestra capacidad de reír, disfrutar y soñar.

El adulto no juega; hace cosas serias: trabaja, prevé, acumula, dirige, reflexiona, atropella. Y esta civilización –por los adultos dominada, para desgracia de ellos- está mortalmente enferma de madurez, vale decir, de inapetencia y de cansancio. Entonces, como el hastío se torna insoportable (hasta Dios tuvo que crear el mundo para eludirlo) el serio caballero y la virtuosa dama deciden que lo mejor es divertirse, y no encuentran manera más adecuada de hacerlo que echándose en el mullido lecho y trayendo niños al mundo.

Estos niños harán la vida imposible a sus padres, con lo cual desvanecerán, viento fresco que disuelve las brumas matinales, el esplín de sus progenitores, que era lo que al fin y a la postre tales progenitores deseaban… A su vez, en venganza tierna por tan laboriosa travesura, los padres convertirán muy pronto a sus vástagos en calcos al carbón de ellos mismos, en adultos serios, tiesos y empaquetados… Así un nuevo ciclo da comienzo.

Civilización llamamos a lo que acabo de describir… juego en que los humanos se complacen, su entretenimiento preferido, su predilecta manera de matar al peor enemigo que los acosa y que ellos mismos engendraran: el tiempo, el tiempo de rostro inescrutable.

Así las cosas, sólo queda vivir… Pero vivir, lo que se llama vivir, es privilegio de aquellos que saben que la vida es un don; que es regalo inapreciable poder desperezarse en la mañana estirando los brazos, caminar por la calle a paso lento y sonrisa generosa, saludar al amigo, consolar al hijo contrariado y respirar, apenas respirar soñando con el día.

Vivir es una ciencia, pero de naturaleza tal que no se puede aprender en escuelas ni en universidades. Se trata de un saber que, como todo saber profundo, tiene mucho más de intuición que de conocimiento traducible en palabras. No hay doctrina que nos muestre cómo vivir bien ni maestro capaz de hacernos enrumbar por el camino de la verdad de la existencia. Porque cada vida es única, original, intransferible; y el zapato que a mi talla se ajusta no necesariamente calza a la medida del pie ajeno. Cabe que nos prestemos mutuamente la ropa, que intercambiemos las camisas, que demos en poner el sombrero del vecino en la propia cabeza, pero jamás podremos despojarnos de la vida para dársela a otro. Cada cual tiene forzosamente que vivir con los recursos que posee. Sentir, pensar, querer es problema que cada uno de nosotros tiene que resolver constantemente a partir de las irrepetibles condiciones que expresan y limitan eso que, acaso por modo demasiado festivo, denominamos ‘individualidad’.

De fijo que nadie nos impide en aras de la causa noble “dar la vida”… Mas esa entrega generosa sólo significa que hemos escogido morir para que nuestros congéneres puedan seguir sobre la faz del planeta desplazando sus ansias. No implica el sacrificio del héroe que la vida que ofrenda otros la tomen. Los que siguen viviendo no tienen más remedio que subsistir a expensas de sus propios latidos. El que “da la vida” lo que en verdad obsequia es el ejemplo de su muerte, la enseñanza de un ideal.

Vivir –repitámoslo a riesgo de parecer machacón- es una ciencia. Es la ciencia más importante a la que podamos tener acceso, y, mucho me lo temo, la menos estudiada. Siendo esto así, nada tiene de raro que lo poco que los hombres hemos avanzado haya sido a costa de históricos traspiés y vergonzantes resbalones. Si no existía el infierno, nosotros nos hemos encargado de inventarlo. Para la mente consciente el dolor es el reino del absurdo; y el absurdo es la negación de la vida, que se obstina en presentársenos en tanto que orden, sentido, necesidad… No es posible enseñar a vivir; pero la existencia que a través de mí se manifiesta es, paradójicamente, la que me hace decir estas palabras. Y la existencia, por inútiles que parezcan sus actos, nunca se equivoca…

…¿Qué hace el náufrago con el oro que guarda en el bolsillo sino hundirse con mayor rapidez? ¿Disminuye en algo la ignorancia del necio porque tapice los muros de su alcoba con sesudos volúmenes? Y esos que el aire ceñudo, apremiados, deambulan de un lado para otro encorvados bajo el peso de agobiantes deberes, ¿lograrán esquivar el destino de polvo que a todos nos aguarda? Para que alcancaes la meta, además de marchar, es preciso saber a dónde te diriges.

Que se adueñen de todo, no me importa. Que proyecten, que ordenen, que censuren, que premien, que difamen, que teoricen, que disputen y consulten y resuelvan… Ellos son los que mandan, los amos, los señores; atesoran objetos, compran sueños, dan y reciben títulos, expenden ilusiones.

Los contemplo y sonrío.

Mi desnudez me cubre; me arropa el cielo; la tierra me sostiene. No necesito más. Mi único saber consiste en echar adelante con los ojos abiertos para que en las pupilas germine el horizonte.

Sólo pretendo ser dueño de mi vida. Basta esa tarea para ocupar más años que los que la fortuna me pueda reservar… Apurar el paso, ¿con qué propósito? En el mundo misterioso del espíritu el trayecto más largo no siempre es el menos indicado. La ruta sinuosa, escarpada, la que se retuerce, se devuelve, se interrumpe, se estrecha y en la maleza se extravía es la que al cabo desemboca en los umbrales de la morada verdadera. No hay que llamar a la puerta empuñando la aldaba. Ábrela y entra. A nadie hallarás en el recibo, ni muebles en la sala ni colgando de las paredes adorno alguno. Advertirás sin embargo –presta atención a lo que digo- que aunque vas solo pareciera que alguien te acompaña… tal vez en un principio el miedo se apodere de ti. No huyas. Enfréntalo. Terminarás por comprobar cuan amistoso es el silencio y cuan acogedora, amable, hospitalaria, la ausencia compartida.

Te arrimarás a la ventana, y al asomarte a sus cristales observarás como la multitud rumia feliz su angustia, brama a carcajada suelta su desesperación… Se entretienen, asesinan las horas, degüellan los instantes y ya exhaustos, ebrios de torpeza, ruedan por tierra para no volver acaso a levantarse.

Son ellos… los amos, los que mandan. Cuida que no te vean. Y ten piedad. Si no consigues perdonarlos, sonríe, simplemente sonría, y sigue tu camino.

No te arrepentirás. Hay un país extraño e inquietante que en la espesa neblina del sueño se vislumbra; una ignota comarca cuyos perfiles desbordan la conciencia y eluden la sed de la mirada. Más allá de la certeza de las cosas sobre las que resbala la pupila indolente de los hombres habita una verdad que, igual que la semilla, germina en el fondo tibio de la tierra sin que nadie la note.

Esa heredad de la que apenas puedo hablar porque nunca la han hollado mis plantas me atrae con la irresistible fuerza de un poderoso imán. Se enfebrece la imaginación con su inasible imagen. ¿Qué insondables propósitos afirma la existencia desde la múltiple y cambiante presencia de los seres? ¿En qué silencio elemental, en qué danza de enloquecidos átomos navega el impredecible bajel de nuestra vida? Nada es más trabajoso que dar respuesta a las preguntas simples. Quizás porque la más profunda filosofía se enhebra con el dorado hilo de la evidencia indemostrable…

Útil es el lenguaje, pero engaña. ¿Y no es acaso la conciencia el bastardo fruto de ese sistemático engaño, de ese fraude colosal de pragmático cuño que a guisa de cimitarra blande la inevitable imprevisión humana?

En la pizarra del intelecto el universo se revela en su invariable esquematismo recurrente. Pareja manifestación nos enseña a discernir dónde estamos y por dónde debemos ir para no tropezar por el camino. Empero, producto insoslayable de la costumbre aviesa, llega el momento en que confundimos la existencia con su imagen consciente, la mente con el mundo del que la mente es vástago. Y entonces todo lo que no encaja en la norma que tejieron los hábitos, todo lo que excede los linderos angostos del pensamiento práctico se nos antojará, en el mejor de los casos, quimera o disparate…

El lenguaje se venga del hombre que lo creó. Nos permiten las palabras divisar, allá en la lontananza, un retazo del increíble paisaje de la realidad, sólo para que el inmenso continente desconocido al que la estrecha franja columbrada pertenece siga hundido en la sombra.

Entonces, cabalgando sobre el lomo de la metáfora, irrumpiendo sorpresivamente en la adusta sintaxis del discurso, injertando la caótica dinámica del sentimiento a la expresión, me impongo la vivificadora tarea de desmontar la mentira insolente, emasculante, ofensiva, de la objetividad, me consagro a la labor de descalificar la pertinaz ilusión sobre la que se afincan los postulados pretenciosos de la ciencia.

No es otra la función de la poesía, del arte, de la filosofía, de la religión, del amor… hacer experimentar al ser humano que más allá del cotidiano existir, un territorio apunta al horizonte cuyo enigmático rostro espera, un día cualquiera, ser sorprendido en su escondite…

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