¿Para qué el furgón?

¿Para qué el furgón?

PEDRO GIL ITURBIDES
Ya sabía por la novela de Freddy Prestol Castillo que al Masacre lo pasaban a pie. Pero aquella afirmación era recurso de una novela, por mucho que de sus páginas trasuntase la realidad. Ahora, sentados en el patio de la casa de Francisco Ramírez Alcántara lo comprobaban mis ojos. Iban en fila india, en forma oblicua contra la corriente del río. Delante, dos mujeres con babonucos sobre los cuales bailoteaban bateas llenas de diversos artículos.

Detrás, dos hombres cargados de árganas. Los cinco de retorno a Haití.

En aquel atardecer de Bánica, los lugareños nos explicaban que este paso era interminable. En las mañanas llegan listos para ofrecer sus fuerzas. Al ocaso retornaban tras cambiar por alimentos, utensilios o ropas, las monedas que recibían en pago por sus servicios. No les diré que estaba asombrado,

pues salí de la infancia contemplando trabajar a Habichuela, un fornido peón haitiano que ayudaba a mi padre en sus negocios. Pero la imagen no se apartaba de mis retinas, pues pese a que eran días de estío, el río lucía caudaloso. El grupo, empero, cruzaba impávido.

Les he contado a ustedes de la noche en que buscaba leche en Pedernales.

Hospedado en el pequeño hotelito cercano a la fortaleza del ejército, procuraba mi vaso nocturno. Ignoraba hasta ese día que la leche se encargaba. De manera que poco antes de las diez de la noche, procuraba afanoso en inútil recorrido por las calles, un vaso de este alimento. Me acerqué a la casa de Dominicana, que vende leche de las vacas de Onésimo Acosta. Se habían acostado con las gallinas, de modo que la oscuridad aconsejaba olvidar el antojo.

De retorno al hotel, la propietaria nos preguntó si quedó satisfecho el antojo. La respuesta, negativa, debió acompañarse con un dejo de decepción,

pues la anfitriona nos prometió conseguirla. «Visité todos los colmados, los bares, el supermercado cooperativo, ¡todo está cerrado!» argumenté. No se amilanó sin embargo, pues conocía su pueblo. Y al vecino, allende la frontera. ¿Me consigue veinte pesos? Llamó a una haitianita que trabajaba para ella en oficios de cocina y limpieza para sus huéspedes, y le ordenó comprarme una lata de leche condensada. ¿Toma leche condensada?

-Soy lactoadicto, doña. Tomo la leche procesada y en estado natural.

Y al escuchar la respuesta, la mandadera se lanzó rauda por las desiertas calles, mismas que recorrimos inútilmente, un poco antes. Pero la haitianita retornó con una latita de leche condensada adquirida en Anse-a-Pitre, aunque fabricada en la República Dominicana. Tardó menos de media hora.

Para ir a su país y retornar en tan breve período de tiempo no necesitó visado consular, pasajes de avión o barco, ni mostró pasaporte a un inspector de Migración. Apenas requirió del conocimiento y las destrezas necesarios para cruzar las tres gotas de agua del río Pedernales, y la raya fronteriza. Mi sorpresa no surgió tanto por la rapidez con que cumplió el pedido, sino debido al precio, ligeramente superior al propio de esa lata de leche en la República Dominicana.

Podría hablarles de mi fenecido amigo Amerilio Lebrón, hombre de negocios y hacendado de Las Matas de Farfán que llegó a contratar mano de obra haitiana para el corte de caña. Debido a las responsabilidades de negocios que les fueron propias, Amerilio tenía visa. Pero lo mismo cruzaba la frontera con pasaporte y sin éste, y volvía sin ningún inconveniente. Y no pocas veces lo escuchamos refunfuñar porque el número de los braceros contratados se encontraba por encima de los que devolvía al concluir la zafra.

A veces se obligaba a buscarlos, pues en no escasas ocasiones esta diferencia se presentaba como escollo en contrataciones posteriores. En esos instantes no se reclamaba al ciudadano perdido sino que las autoridades haitianas le pedían dinero. ¿Y dónde los buscaba? ¡Jamás en un campo de caña! Localizaba a esos trabajadores como albañiles, cargadores en el mercado Modelo de Santo Domingo, y en otras labores alejadas de aquellas para las que los había contratado. No pocas veces los encontró dominicanizados, con actas de nacimientos expedidas con la complicidad de dominicanos que firmaban actas notariales aseverando ser testigos de su nacimiento en nuestro país.

Me preguntarán qué quiero decirles. Quiero decirles que, desde la desaparición del régimen de Rafael L. Trujillo no existe la frontera como espacio en donde se diferencian las dos repúblicas. A que esa abstracción separadora se convirtiese en una ficción han contribuido nuestra propensión a delinquir y nuestra proclividad a corromperlo todo. Y más que nada, nuestro interés por corrompernos. De la tierra de nadie que delinea la frontera de norte a sur nos hemos reído a ambos lados. Hemos tumbado, robado o destruido los hitos que marcaban puntos de la frontera. Y con la ausencia emocional de la frontera hemos vendido la nacionalidad, incluidos visados y pasaportes gratis.

Entonces, ¿para qué utilizar un camión cerrado para traer unos haitianos que vienen o traemos de espaldas a la ley, con la complacencia y complicidad colectivas? La verdad es que lo acontecido no tiene explicación. Si una justificación buscásemos y halláramos no sería otra que aquella que deriva

de nuestro amor por lo absurdo. Pero como el horrendo suceso contribuye a fragmentar cuando no destruir la imagen del país en el exterior, bien está que se aplique la ley sobre aquellos a los que se encuentre culpables por estos hechos. Porque, pese al desinterés que tenemos en solidificar el espíritu de la Nación Dominicana, hemos preservar, al menos, respeto para el Gobierno Dominicano. Y ese debe ser el objetivo de la comisión designada por el Presidente Leonel Fernández, sin importar sobre quién o quiénes recaigan las responsabilidades.

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