Para qué sirve la literatura

Para qué sirve la literatura

POR LEÓN DAVID
La criatura humana, por más que le sonría la fortuna, por plurales que sean sus gustos e intereses, está condenada a una vida efímera y a un horizonte de experiencias exiguo e insatisfactorio. La desoladora transitoriedad y estrechez de nuestra biológica urdimbre temporal apenas consiente que llevemos a cabo una ridícula fracción de los mil fascinantes antojos que en los hontanares del alma alguna vez supimos acariciar ilusionados…

¿Quién en un momento de pesadumbre, de fatiga o de tedio, inconforme con la vida convencional y gris que el destino le deparara, no ha sucumbido a la tentación de fantasear con ser una persona distinta capaz de acometer tareas excitantes, hazañas olímpicamente desdeñosas del sentido común, proezas intelectuales, deportivas o eróticas vedadas al obsecuente oficinista de antiparras, corbata y maletín?

No es otra la razón de que (certeramente lo subraya Camila Henríquez Ureña con incuestionable autoridad) “se leen obras literarias para adquirir de ellas cierta experiencia, para satisfacer en parte ese anhelo de algo más que sienten todos los seres humanos”.

Apegados a hábitos impenitentes, proclives a conductas que la repetición vuelve automáticas, no queda espacio en nuestra existencia para lo imprevisto ni lugar para lo extraordinario, de modo que, por decirlo así, nos dejamos vivir o –es otro modo de plantearlo- aceptamos sin protestar que las circunstancias menudas y las mezquinas preocupaciones del día a día asuman el control de nuestros actos; y como esto sucede –siempre que no tapemos el sol con un dedo lo descubriremos por poco que hagamos ejercicio de introspección- nada tiene de extraño que el fornido pensador don Miguel de Unamuno –a quien la pasión nunca restó lucidez– diera en concebir que “Uno de los fines del arte, acaso el principal, es levantarnos sobre la vulgaridad y libertarnos de ella”. Humilde discípulo de tan empinados maestros, acato obedientemente su dictamen.

El pragmatismo de la sociedad contemporánea, su acentuada y asfixiante propensión crematística, al convertir “lo útil” en criterio supremo de valor, entendiendo por útil sólo aquello que brinda confort, seguridad y poder, tiende a hacernos olvidar que desde un punto de vista genuinamente humano o, lo que es lo mismo, desde una perspectiva no restrictiva ni excluyente, tan útil es lo que nos proporciona los medios de vivir como lo que nos provee una razón para apetecer la vida.

Esto último es lo que la literatura y el arte nos aportan: presentan la vida de manera a tal extremo seductora o rebosante de hechos que despiertan nuestra curiosidad que, pese a las ostensibles insuficiencias que la existencia exhibe, no podemos dejar de apegarnos a ella con amoroso celo y por sobre cualquier otra cosa codiciarla. Es la literaria una experiencia espiritual de la que el hombre no puede prescindir sin que ipso facto retroceda a los ominosos tiempos de la caverna y el garrote.

Supongamos por un instante que el género humano nunca hizo arte ni se consagró a la literatura; que sobre la tierra del legendario Nilo jamás se levantaron las pirámides; ni las catedrales góticas elevaron al cielo –súplicas espigadas– sus plegarias de fervorosa piedra; ni el Partenón coronó con su diadema de mármol la Acrópolis altiva; ni la Ilíada ni la Odisea fueron jamás cantadas por los rapsodas; ni escribió Platón sus diálogos, ni –Shakespeare sus tragedias; ni cabalgó sobre rocín maltrecho don Quijote por el terroso altiplano de La Mancha; ni Leonardo, ni Rafael ni Velásquez ni Goya dejaron sobre el lienzo la memorable flor de sus creaciones; ni el oído escuchó jamás las notas de Las cuatro estaciones de Vivaldi, o el Reuiem de Mozart o la Novena Sinfonía de Beethoven… Imaginemos por un instante que ninguna de las obras portentosas de la cultura universal fue jamás concebida ni realizada, y preguntémonos entonces: Lo que resta, esto es, los afanes cotidianos, la lucha por la sobrevivencia, las sórdidas pasiones, los deseos inconfesables, las flaquezas de la terrena condición, una existencia que entera se agota en lo ínfimo, chato, contingente y perecedero, ¿no es menester considerarlo acaso la negación más rotunda de lo humano y no resulta al cabo prescindible?

Una tarea hay a la que ningún hombre o mujer pueden sustraerse: colmar de sentido ese extraño acaecer que hemos llamado vida. No cumple otro propósito la gran literatura. Luego de habernos saciado en la fuente espumeante de sus páginas retornamos a eso que llamamos realidad cotidiana con una conciencia acrecida y una percepción harto más acuciosa y segura, dilatadas conciencia y percepción que permiten entonces advertir en cuanto nos rodea un semblante esquivo y enigmático, tal vez amenazante, pero siempre incitador y hermoso, un semblante que antes de aquella lectura feliz ni siquiera sospechábamos pudiesen las cosas ocultar.

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