El título de este artículo lo he usado en oportunidades diversas, porque la historia dominicana es una retícula de absurdos inimaginables. Quienes han leído Cartas a Evelina, de Francisco Moscoso Puello, se darán cuenta que la sinrazón es un signo agobiante de nuestro acontecer, y que está inscrita todavía en la desvergüenza que sopla desde ese ayer sobre la práctica política dominicana de hoy.
Ese libro de Moscoso Puello, y toda su amargura, no es más que la comprobación angustiosa de que entre nosotros lo normal es la quiebra de la razón. Los estudiosos de la historia nacional no lo advirtieron, porque contrario a la lectura tradicional que se ha hecho, Cartas a Evelina es un epitafio a las posibilidades del pensamiento. Ese sesgo irónico que recorre el juicio lapidario, la prerrogativa que instala al pueblo en una degeneración casi genética, las taras nacionales que terminan por absorber el lenguaje adjetivo, son otras tantas vicisitudes que señalan el fracaso del proyecto nacional. Toda nuestra tragedia histórica se resume en lo que, con tintes dramáticos, Moscoso Puello le señala a Evelina Somos un pueblo que ha vivido un largo exilio del país de la razón, del buen sentido y de la sana moral.
Cuando cito a Moscoso Puello y toda la jeremiada de su pensamiento, no es porque quiera hablar del limbo en que situaban a los filorios seguidores del patricio Juan Pablo Duarte, enfrentados a esos Leones afeitados de Santana o los Bobadilla; sino que me quiero referir al presente, a Leonel Fernández paseándose por el medio oriente, intentando resolver el problema palestino-israelí; o vendiéndose como un intelectual de fuste universal, al proponer grandes soluciones teóricas a los problemas del mundo de hoy; mientras el país que él gobierna se cae a pedazos, la educación es una de las peores del mundo, los estragos de la corrupción ya no avergüenzan a nadie, el déficit de la energía es un callejón sin salida, las instituciones no funcionan, y toda la atmósfera de desesperanza inunda los espíritus.
¡Ni uno solo de los problemas reales de su propio país ha resuelto ese redentor que pontifica en escenarios internacionales como si fuera el representante de un país rico y feliz! Y no hay manera de despojarse del absurdo que eso significa, viniendo de esa cavidad sombría de nuestro martirio histórico, volviendo a pensar en Moscoso Puello, en Cartas a Evelina, y en la vociferante pasión del testimonio que toda intelectualidad honesta acarrea.
Hay un largo desengaño, un sentimiento trágico, en los cuales las propuestas de regeneración social han naufragado, hundiendo en el descrédito a la razón. En la historia dominicana lo que se ha impuesto es un exilio de la razón, como le dice una y otra vez Moscoso Puello a Evelina. Quienes apostrofaron a este pensador, vituperándolo como un pesimista desde la historia del pensamiento dominicano, pueden restituirlo ahora en la exacta dimensión de sus quejas. Es el pragmatismo lo que mejor define a los hombres exitosos de la práctica política de nuestro país. Pero no el pragmatismo entendido como un pensamiento filosófico, sino como una práctica brutal que todo lo justifica.
¿Puede servir la razón para entender la megalomanía de un gobernante que, en medio de un país devastado, azotado por el cólera, con un 43% de la población bajo la pobreza, y 7.5% en la indigencia extrema, se gasta millones de dólares en viajes faraónicos que sólo han servido para la exaltación hagiográfica de lo que él se cree ser? ¿No es el mismo sujeto escindido que se tongonea en las más razonables exposiciones intelectuales cuando habla en FUNGLODE? ¿Ese noble instrumento de la cultura occidental que es la razón, no salta en pedazos cuando desde este país destruido observamos a quien nos gobierna como un ser distante de nuestra realidad, sublimado hacia dentro de sí mismo, sensible a lo que pasa en el mundo, pero ajeno por completo a nuestros sufrimientos?
Uno no sabe qué le puede servir para sustituir la realidad que vive la sociedad encanallecida que él gobierna, porque la razón no puede ser; como no puede ser tampoco, el mundo falso que inventa con el ruido del lenguaje. ¡Oh, Dios, cuánta miseria espiritual nos abate! ¿Para qué nos puede servir la razón?