Para reflexionar

Para reflexionar

El 26 de julio de 1899 cayó abatido en un charco de sangre, en la ciudad de Moca, el dictador Ulises Heureaux, popularmente conocido como «el general Lilís». Desde el año 1882 había gobernado el país, recurriendo al crimen y al soborno. E inclusive, había hipotecado con sus desaciertos económicos, el futuro de la nación.

Al cesar la dictadura, próximo a iniciarse el siglo XX, era esperanzador creer que la dirección política del país recaería en la generación normalista, formada conforme a los programas educativos concebidos por el pedagogo puertorriqueño Eugenio María de Hostos. Este, en sus cátedras de la Escuela Normal, había sentenciado, en las postrimerías del siglo XIX, que «civilizarse no es más que elevarse en la escala de la racionalidad humana».

Pero, fatalmente, no fue así. Los mejores alumnos egresados del normalismo hostosiano Alejandro Grullón, Emilio Prud-Homme, Lucas T. Gibbes, Rafael Justino Castillo, Félix Evaristo Mejía, Osvaldo García de la Concha, Barón y Rodolfo Coiscou, y otros – estaban influidos por el sectarismo ideológico del Maestro, y el objetivo más definido de ese sectarismo, era la España finisecular, que él calificaba como «fanática, retrógrada, enferma y caótica». De ahí, que comprometidos generacionalmente para resolver los problemas nacionales heredados de la dictadura, de cara al nuevo siglo, el discipulado hostosiano los enfocó con una desoladora superficialidad. Y los primeros diez y seis años del siglo XX dominicano, discurrieron bajo el protagonismo del caudillismo montonero, con la cooperación de la mayoría de los más sobresalientes epígonos del normalismo. «Civilización o muerte», había sentenciado el señor Hostos, en su cátedra normalista. Pero su prédica fué relegada al olvido.

El día 15 de noviembre de 1899, se juramentó como Presidente de la República el ciudadano Juan Isidro Jiménez, combatiente de la dictadura lilisista, llevando como vicepresidente al general Horacio Vásquez, uno de los participantes en la hazaña del 26 de julio. Apenas dos años después, el 26 de abril de 1902, el general Vásquez depuso al jefe del Estado, acusándole en un documento circulado públicamente, de «mala administración económica», de haber «defraudado los ideales del 26 de julio». El general Vásquez, prohijador del derrocamiento del primer gobierno democrático tras la desaparición de la dictadura lilisista, incurrió treinta años después, en la torpeza de reelegirse, violentando el principio de la «no-reelección», sustentado en el derrocamiento del Presidente Jiménez. El redactor de la acusación fue normalista, Federico Velázquez y Hernández, entonces secretario del caudillo fundador del «horacismo».

La insurgencia de 1902 fué la génesis de una secuencia de desórdenes seudo revolucionarios, que culminaron el 15 de mayo de 1916, con la ocupación del territorio nacional por la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América. Entre los años 1902 y 1916, se sucedieron en la jefatura del Estado nueve ciudadanos, entre ellos el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Adolfo Alejandro Nouel, quien solo permaneció en el cargo tres meses asediado por las imposiciones del general Desiderio Arias. Este ocupó con sus guerrilleros la sede del Palacio Arzobispal, reclamando que el gobierno nombrase a sus parciales en Puerto Plata, La Vega, Santiago, San Pedro de Macorís y Montecristi; que la provincia de Montecristi fuese reconocida como una plaza fortificada bajo su control; que él fuese designado delegado del gobierno en la región del Cibao, y que el gobierno le entregase la cantidad de cincuenta mil pesos en efectivo, para ser repartidos entre sus seguidores políticos. Monseñor Nouel renunció, siendo sustituido por el general José Bordas Valdez, previa la anuencia del Departamento de Estado.

El 12 de julio de 1924 se juramentó, nueva vez, el general Horacio Vásquez como Presidente de la República, por un período de cuatro años, 1924-1928, de acuerdo con lo dispuesto por la reforma constitucional proclamada el día 15 de mayo anterior. La reforma contemplaba en su artículo 44, que el Presidente de la República era elegido cada cuatro años por el voto directo, y que la persona elegida para la jefatura del Estado, no podría ser reelecta para ese cargo, ni reelecta para la vicepresidencia, en el período constitucional subsiguiente.

Esto no obstante, bajo la consigna de «Horacio o que entre el mar», se recurrió a una nueva reforma constitucional, el 15 de junio del 1927, conforme a la cual, el período presidencial iniciado en 1924, fué prolongado hasta el 1930. Y el 20 de julio de 1929, una nueva y acomodaticia reforma, favoreció el continuismo, con la supresión del principio de la no-reelección. Esta última reforma, originó los acontecimientos políticos que culminaron con el llamado «Movimiento Cívico» del 23 de febrero de 1930.

En las elecciones descaradamente fraudulentas, el 16 de mayo de 1930, emergió la figura del entonces aclamado como «el hombre nuevo», Rafael L. Trujillo, quien sumió el país en el oscurantismo político durante más de un tercio del siglo XX.

Ajusticiado el dictador, el 30 de mayo de 1961, desde entonces al a fecha, la restauración democrática del país se ha mantenido pendulando entre el autoritarismo ilustrado y el desorden populista. Algo semejante a un barquichuelo de papel, que en las presentes circunstancias del país, inesperadamente podría naufragar. Algo viable, en un país que ha perdido la decencia, el pudor democrático, y hasta su pureza original.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas