En definitiva, luego de avances y actualizaciones, los debates a una reforma a la Ley de Expresión y Difusión del Pensamiento quedan centrados en el dilema dar patente de corso a la censura previa, o abrir fiesta para mambo a los difamadores profesionales y aficionados que pueblan las redes.
Desde su primer CONSIDERANDO la ley que se reforma, la 61-32, plantea el dilema al disponer «el derecho de expresar el pensamiento sin sujeción a censura previa», pero también estableciendo que «la ley establecerá las sanciones aplicables a los que atenten contra la honra de las personas, el orden social o la paz pública».
No hay forma de contener a los difamadores, profesionales o amateurs, devenidos en sicarios mediáticos, sin incurrir en violaciones a múltiples derechos fundamentales, consagrados en nuestra Constitución y en convenios internacionales suscritos por el país, y que de ser vulnerados caeríamos en lo que denominan “ley mordaza”.
Pero al propio tiempo, dejar libre a una cáfila de sicarios mediáticos a que conviertan la libertad de expresión en libertinaje, como ha quedado harto demostrado en estos días que hacen algunos, viola derechos ciudadanos al buen nombre y honra familiar y profesional.
Estoy de acuerdo con Namphy Rodríguez, el destacado abogado especialista en materia de libertad de prensa, de que a las plataformas digitales no se las debe discriminar en sus derechos y libertades sobre la comunicación y la información.
Pero también debemos defender a rajatabla a raya el derecho de Faride Raful, Milagros Decamps Germán, el periodista Vargas Vila Riverón y otras personalidades difamadas, a demandar consecuencias para quienes han tirado su honor al lodo.
Se trata de castigar con toda justeza a difamadores que ganan dinero sirviendo a intereses políticos -no me cabe la menor duda- alucinados por la competencia política a ventilarse en 2028.
Lo que comercializan esas figuras dedicadas a la difamación es que parte de la audiencia que escucha sus mentiras las internaliza como si fueran verdades, y ese es el daño neto que venden a sus auspiciadores.
Dado el dilema que crea a los legisladores no legalizar la censura previa o limitar la difamación, una solución es prevenir a los difamadores que sus acciones les acarrearía consecuencias ejemplares.
Al respeto los legisladores podrían ponderar:
-Pena de al menos 5 años de cárcel, sin fianza ni atenuante de ningún otro tipo, a quien un tribunal le compruebe difamación.
-Inhabilitación por al menos 10 años del uso de medios de comunicación a quienes un tribunal les pruebe difamación.
-Inhabilitación de por vida del uso de medios de comunicación a los difamadores reincidentes probados, ni por sí ni a través de terceras personas.
-Reparación económica razonable en demanda civil por daños y perjuicios al difamado, que pudiera ser multiplicada por 5 en casos en que el valor de lo impuesto sea destinado a fines de beneficencia social.
-Duplicación de todas las penalidades por difamación en los casos en que las difamaciones perjudiquen la seguridad del estado, el orden público y a las autoridades que en su más alto nivel ostenten la representación estatal.