Para una acción, una reacción

Para una acción, una reacción

Muchas personas desconfían que las principales autoridades civiles y militares del país estén interesadas en frenar el desbordamiento de los actos delincuenciales por parte de militares activos de las Fuerzas Armadas.

Ha pasado mucho tiempo desde que el Comandante en Jefe y los responsables de los cuerpos armados empezaron a enterarse que oficiales y alistados cometían delitos graves. Y nunca los sancionaron. Ya sea por omisión o por comisión, los altos mandos se han hecho cómplices del desmadre que ahora sufre el sector castrense.

El origen de tantos desmanes es conocido desde tiempo atrás. Escribía una vez el ex secretario de las Fuerzas Armadas, José Miguel Soto Jiménez: “La tendencia a cubrir el vacío de Trujillo, tras 30 años de adoración y luego la lucha contra el comunismo, producto de la guerra fría, contribuirían a sentar las bases de la politización de las fuerzas militares y la división de las mismas en grupos de poder. Así, la metodología antigua encontró un nuevo propósito ocupacional que le permitió sobrevivir sin grandes cambios.” Ese tipo de mentalidad perversa, trujillista y anticomunista, prevalece todavía gracias a que Joaquín Balaguer se esmeró en socavar a las Fuerzas Armadas hasta convertirlas en instrumento del continuismo político a través del crimen y la corrupción impunes.

Ningún soldado puede alegar ignorancia sobre la estructura vertical que sostiene a las Fuerzas Armadas. La escala de mando obliga a que el superior sea responsable por las acciones, buenas o malas, de los subalternos. Sin embargo, los delitos continúan y los jefes siguen mirando para otro lado asegurando la impunidad absoluta. Fruto de este consentimiento institucional, las frutas podridas dentro de los cuarteles y las oficinas chantajean a los honestos para que callen y consientan los delitos.

Necios ejemplos son utilizados para demostrar la inevitabilidad del crimen y de la corrupción. Señalan cómo Juan Bosch fue derrocado por no permitir el enriquecimiento ilícito de los jefes de estado mayor a contrapelo de Balaguer, quien pudo mantenerse tanto tiempo en el poder por, supuestamente, permitir que en las Fuerzas Armadas prosperaran los delincuentes.

Ante este desamparo institucional, la única esperanza para corregir la degeneración reinante reside en los oficiales y soldados que todavía respetan la Constitución y las leyes de la República. No son pocos los militares que consideran algo sagrado esa carrera que siguen aún a costa de sus propias vidas y propiedades. Podríamos llamarles militares legalistas o militares constitucionalistas. O lo que es lo mismo decir, soldados y oficiales que están dispuestos a cumplir el juramento de honor que contrajeron al iniciar el servicio.

Son muchos los guardias que sufren cuando un oficial superior o General aparece en la prensa como sicario a sueldo del narcotráfico, o asaltante dispuesto a matar, o contrabandista al por mayor de whisky escocés. Se angustian aún más porque pueden ver a diario, incluso en los cuarteles, cómo esos colegas muestran con descaro las riquezas obtenidas por la comisión de delitos.

Y la justicia no se da por enterada, ni los agraviados se atreven a someter a los criminales ante los tribunales, ni las respectivas jefaturas amagan siquiera para impedir los actos delictivos. Por eso, aquellos hombres y mujeres de uniforme que todavía creen en la institución como algo respetable, deben tomar cartas en el asunto y reclamar, desde adentro, el cumplimiento de la ley orgánica, para adecentar el ambiente en que se desempeñan.

No sería esa la primera vez en nuestra historia que los legalistas o constitucionalistas exigieran enérgicamente que se respeten la Constitución y las leyes. No hay que ir muy lejos en la historia para descubrir episodios en los que la vergüenza ha podido más que el dinero.

Son mínimas las esperanzas de que las actuales comandancias del país y de los cuerpos armados se decidan a erradicar la participación de militares en hechos delictivos. Están muy comprometidos.

Me consta que dentro de las Fuerzas Armadas hay muchos hombres y mujeres que no comparten el crimen ni la corrupción. Situaciones semejantes del pasado nos permiten abrigar la esperanza de que, desde el interior de esas instituciones surgirán los líderes que, apoyados en la ley orgánica, modificarán el oprobioso curso que ahora siguen.

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