El propio Adam Smith, que era más filósofo que economista, nunca imaginó cuánta fuerza ideológica llegaría a tener su modelo ideal de competencia perfecta. Un modelo científico es un concepto o tipo ideal, diseñado por los estudiosos para tratar entender y manejar un determinado aspecto de la realidad. Inexplicablemente, los teóricos se olvidan de que se trata solamente de un modelo y no de la realidad en sí; porque, además, muchos sacan ventaja de creer y hacer creer que ese modelo es la única manera posible o conveniente de entender y manejar la realidad. De ese modo, lo que originalmente era una herramienta de análisis científico se convierte en un mito y en un elemento ideológico de dominación social y política.
Muchísimas ideas y creencias, científicas o religiosas, y hasta la teoría marxista misma, han sido utilizadas como instrumentos de dominación, incluidas también la poesía, la literatura, la educación y los agentes de socialización, como la escuela, y los medios de comunicación, conformando entre estos elementos una “madre-matriz” ideacional de dominación.
La cultura de la globalización y del capitalismo salvaje cuenta con la eficiente maquinaria ideológica de la “posmodernidad”; según la cual lo único que cuenta es el desarrollo de la tecnología y la ciencia; y de la libertad individual, siempre y cuando no interfieran con el avance de la producción y la productividad del sistema industrial que controla los grandes procesos socioculturales de la actual civilización. Esta civilización tiene su sede en las grandes capitales del mundo desarrollado, ciudades que, de acuerdo a estudios recientes, son grandes atracto-receptoras de talentos que fluyen desde todos los lugares del planeta.
Uno de los atractivos más importantes para los jóvenes creativos, talentosos, geniales y demás es la absoluta prohibición de conductas personales, la libertad plena de pensamiento y acción individual, siempre que no dañen físicamente a terceros, ni la propiedad privada o estatal, ni el orden y la paz públicos.
Estas ciudades son el paraíso del liberalismo conductual, donde solamente está “prohibido prohibir”.
Desde la antigüedad las metrópolis muchas veces ejercieron ese rol, y especialmente los artistas, los intelectuales, y los profesionales liberales, pero similarmente los bohemios y los libertinos, y demás gentes de la vida “alegre” (gay, en inglés), se congregaron para darle encanto y vida a, por ejemplo, París, la “Ciudad Luz”, como la llamaron los iluminados y los alucinados, las lumbreras y los deslumbrados.
Desde esas metrópolis se ha dictado la ideología de dominación del mundo, en un proceso multi-centenario que pasó por Atenas, Roma, París, y Nueva York, la “Ciudad-Estado Imperio” (hay quienes creen que tan solo se trata del nombre de un edificio). Todo lo que no concuerda con esa ideología de dominación, que compra conciencias a cambio de dólares y liberalidades, parecería estar fuera de lugar en el mundo y en la vida. Obviamente, las cuestiones morales o de supervivencia de la especie y del planeta tienen poco acomodo dentro de ese paradigma. Dios, por supuesto, tampoco cabe en ese modelo. Ni en la teoría ni en la práctica.