Paranoia colectiva

Paranoia colectiva

Con la mano derecha suspendida en el aire, el nuevo presidente de la Patria Grande prometió cambiar el rumbo de las cosas.

El sol caribeño le había desnudado una realidad que le espantaba y que le intrigaba hasta la saciedad.

En su pueblo los caminos estaban extraviados, las casas todas habían perdido sus colores, los niños iban con rostros tristes a las escuelas destartaladas, los hombres miraban con ojos desesperanzados las industrias casi apagadas y las aguas de los ríos estaban amarillentas y estancadas.

El hedor de los peces muertos se metía por todos los rincones.

Los más viejos dijeron que el pueblo había caído bajo el hechizo de una maldición insoportable.

-Si las cosas siguen como están, pronto los vivos nos uniremos a los muertos- dijo Plutarco Hermogenes, el antiguo telegrafista del régimen pasado.

El líder pedía paciencia pero al pueblo parecía ya no quedarle una sola gota de ella.

A viva voz proclamaron en la plaza principal que el hambre de los niños y de los enfermos no podía esperar más, que la peste era amenazante, que en la desesperación algunos hombres buenos se tornaban en villanos, que muchas mujeres por pan cambiaban el pudor y que el mal pretendía tragarse todo.

-Ya no es tiempo de palabras sino de hechos-dijeron.

El nuevo presidente se sintió abrumado. Esta vez, no por lo torcida que estaban las cosas, sino por la conciencia del pueblo.

En su partido había aprendido que para un gobernante era más fácil convivir con cualquier miseria que con un pueblo escrutador.

Pero la peor de todas las jugadas con la que ahora debía lidiar, era, precisamente, con la estela  moral de la gestión pasada.

La depredación pasada produjo una paranoia colectiva difícil de domeñar.

Ya era un pueblo sin fe.

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