Pares en la adversidad

Pares en la adversidad

PEDRO GIL ITURBIDES
El ex Cónsul General de la República de Haití en la República Dominicana, Edward Paraison, reclama que se preste más atención a los crímenes contra sus paisanos. Tiene razón al hacer esta solicitud. La autoridad debe impedir que una ola de xenofobia arrope a esos vecinos que vienen a nuestro país para cubrir necesidades insatisfechas. Después de todo, eso mismo hacemos nosotros cuando salimos hacia Estados Unidos de Norteamérica, España, Italia y otros países. El dolor nos ha embargado cuando uno de los nuestros ha sido atacado durante su permanencia en el exterior.

¿Por qué no reaccionar de igual modo, sintiendo como propio el dolor que infligimos a nuestros vecinos de la isla? Durante años valoramos al haitiano a partir del cortador de caña que inmigra bajo contrato con las empresas azucareras. La quiebra de los ingenios de propiedad pública obligó a su éxodo hacia las zonas urbanas. En las ciudades se volvieron picapedreros en los días en que se abrían las zanjas para conectar las tuberías del acueducto Jigüey-Valdesia. El salto hacia oficios como la albañilería fue apenas perceptible.

Hicieron más, sin embargo. En la medida en que el agricultor abandonaba los predios para montarse en una motocicleta, estos inmigrantes ocuparon su lugar. En principio fueron colectores de café, y con el tiempo han suplido toda otra forma de mano de obra. Viene todo tipo de gente. Vienen santos y llegan demonios por igual. Del mismo modo en que nuestros caracteres, los propios del nativo de la parte este de la isla van desde la copia facsimilar de san Francisco de Asís a la réplica de Belcebú.

Del haitiano nos separa el idioma. Esta es la primera gran barrera establecida entre los dos pueblos. Sin embargo, siendo la primera no es la única ni la última. A ésta siguen los prejuicios, no solamente raciales, sino de otra naturaleza, y que atañen a hábitos de higiene, el vudú y, allá lejos, dentro de nuestros temores, la antropofagia. No admitimos que ese pueblo ha cambiado, como hemos cambiado todos en el planeta.

También olvidamos los sufrimientos de ese pueblo.

Nosotros hemos sufrido mucho, pero el haitiano ha sufrido aún más. Cuando sobre las espaldas de los antepasados de nuestros vecinos sonaba el látigo del amo y de sus prebostes, nosotros convivíamos esclavos y señores. No hay más que leer narraciones como las de Louis Méredic Moureau de Saint Mery o nuestro canónigo Antonio Sánchez Valverde para darnos cuenta de la diferencia. Por eso muchos se volvían cimarrones, y venían a nosotros para ocultarse del amo francés.

La colonia de San Lorenzo de Los Minas (que no Mina, como dicen y escriben muchos por novelería) se fundó con muchos de estos alzados. Los nuestros se manumitían porque el tiempo los volvía manumisos o porque el amo contemplaba arrobado carnes macizas y resaltantes. Y de aquella relación no solamente surgía la bastardía, sino esa institución de ensueño que, con la protesta de Sánchez Valverde, fue característica de aquella sociedad.

Pensemos, pues, en ello, que ya desde mucho antes de que lo dijesen Moureau de Saint Mery y Sánchez Valverde, lo había escrito el jesuita Pierre de Charlevoix. Y pensemos en ello, porque en estos momentos nos parecemos mucho, en cuanto a avatares, a uno y otro lado de la frontera. Pares en el sufrimiento, iguales en la adversidad, hemos de evitar que los prejuicios nos obliguen a seguir viendo en el haitiano a un extraterrestre. Después de todo, es un ser humano igual a nosotros.

Y nuestra preocupación –del Gobierno Dominicano, de este pueblo– debía ir en la ruta de contribuir a su cambio. Porque con un Haití próspero nosotros nos sentiremos mejor.

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