POR MIGUEL D. MENA
Había que ver el Parque Independencia antes de 1974 y sentir sus árboles, la sensación de comunidad, su bohemia de tan larga data, la magia de su glorieta, los niños haciendo uso intenso de ese espacio urbano tan sentido por esta historia de quinientos años que nos conforma.
Lo que pasó después de esa fecha fatal se sabe pero no se piensa lo suficiente. Lo que no se dijo entonces luego cayó en el olvido o sólo siguió como murmuración. La pregunta era por el paradero de la glorieta, por los destinos del mármol, que si estaba en alguna finca o se utilizó como relleno para algún patio campestre. Como el tiempo cura todo, y como entonces no hubo cuentas claras en semejante borradura de tanta historia urbana, ahora puede resultar que los mismos actores ni se recuerden de lo que pasó con sus manos y disposiciones, y todo se quede en el limbo. ¡Extraña costumbre esta de buen dominicano moderno, la de despegarse de sus sombras como si hubiese sido otro aquel que pasó por esas piedras!
De la noche a la mañana el Parque Independencia fue pasto de una práctica urbana que ya era costumbre en lugares tan diferentes como Samaná, Pajarito, San Lázaro, para no hablar luego de San Carlos y Villa Francisca. De un momento a otro se raspó el tejido urbano y no habríamos de saber luego cómo fuimos durante cientos de años. También la memoria puede tapiarse, borrarse, como si nunca debiésemos haber sido lo que realmente fuimos.
¿Dónde están las fotos que documentarían el viejo Samaná? ¿Alguien ha visto la estructura del Villa Duarte antes de los años70?
Difícil que es el arte de recordar en nuestro país. Los recuerdos son imágenes, experiencias, coordenadas. Identidad urbana es identificación. El orden gubernamental moderno pienso el que ha acontecido desde 1930-, nunca ha brindado especial consideración al país cotidiano, sino que le ha impuesto el neoclásico monumental. Si desde arriba las directrices tienden a difuminarnos, desde abajo la identificación del ciudadano con su espacio siempre ha sido efímera, frágil. El habitante de Santo Domingo siempre ha mirado más hacia el afuera que hacia sí mismo.
Al ocurrir la remoción del Parque Independencia en 1974 el país vivía en tiempos álgidos. Había pasado la guerrilla de Caamaño un año antes, Coppola recreaba La Habana en estos espacios con su película «El Padrino II», el mundo estaba inmerso en la celebración de los XIX Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe. De la Universidad Autónoma no salió ninguna voz prominente que advirtiera sobre el hecho, no existiendo organizaciones gubernamentales lo suficientemente conscientes del problema. El hecho es: tuvimos un Parque Independencia nuevo, que sólo conservaría del viejo la Puerta del Conde, como para recordarnos algo de historia.
Estamos frente a una ruptura con un pasado, una propuesta de modernidad, la vuelta a una imagen proto-colonial, una nueva herida en la cartografía urbana, un laboratorio con el que la ciudad confirmó su carácter plástico, maleable.
Hasta ahora no ha habido una valoración de las consecuencias que ha traído semejante reinvención del Parque Independencia. Como en el país escasean historiadores de la arquitectura y urbanistas preocupados por subrayar estas conmociones cartográficas, la intervención sufrida en este espacio tan sensible pasa como una intervención más de la barbarie urbanófaga.
¿Había necesidad de semejante facturación? ¿Qué hemos ganado con este constructo? ¿Qué hemos perdido?
Aquí no hubo remodelación ni reforzamiento ni acondicionamiento. Estamos frente a la invención de un parque, a la que pronto se le aderezaría un sabor supuesto de cómo debía ser entre los siglos XVII y XIX, con el descubrimiento y la salida a flote de sus fosos, como si en verdad alguna vez hubiésemos tenido ese tono medieval en nuestras edificaciones coloniales.
Tal operación se habría de desarrollar en la confluencia de dos prácticas: una ideológica -del entonces gobernante balaguerismo monumentalista-, y otra que atendía a la necesidad de intervenir dentro de los esquemas de acumulación capitalista de la nueva clase media, en este caso de los arquitectos convertidos en urbanistas e historiadores.
Los Padres de la Patria irían a descansar en un mausoleo que más bien recuerda las edificaciones kitsch de los cementerios de Miami que la solemnidad que se merecen los restos de figuras tan egregias como Duarte, Sánchez y Mella. Edificación con sólo una apertura, y que por su disposición espacial interna no invita a la meditación, parece concebida más para depositar arreglos florales que para detenerse a pensar sobre los alcances de empresa tan gigantesca que fue la de los trinitarios y aquella noche del 27 de febrero de 1844.
Del resto del conjunto, qué decir. Las fuentes no funcionan, el agua no se limpia lo suficiente, la pequeña muestra arqueológica, que en su momento fue colocada a la entrada de los servicios de sanitario, habría de durar muy poco.
Como lo hemos dicho una y otra vez en el aula y en la prensa, una edificación no es un ente estático: también crece con la población. Como una palabra significativa del vocabulario de Santo Domingo, el balance que se puede sacar del Parque Independencia después de 1974 no es satisfactorio. Haría falta aunar voluntades, proceder a una intensa cirugía higiénica, abrir definitivamente sus puertas y pensar que estamos en uno de los parques más sensibles y sentidos de Santo Domingo.
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