Los bordillos de aceras que escoltan algunos contenes de nuestras calles, suelen ser pintados de amarillo «tráfico» para indicar, sin lograrlo, que allí se prohíbe el estacionamiento. Las regulaciones de tránsito son un rompecabezas institucional en nuestro país. Una cosa se propone, otra se dispone y otra casi siempre es la que resulta y actúa sobre la cuestión urbana. En esto del tránsito, transporte y tráfico somos los peores.
Los intentos por uniformizar el caos han sido muchos. Buenos y malos. Los peores, sin solucionar nada (solo trasladando los problemas) han impactado la geografía y el paisaje de la ciudad. Ahí están túneles, elevados y puentes peatonales sin rampas haciendo la caricatura urbana y ridiculizando las acciones urbanísticas.
Ahora hay un conflicto por uno de esos artilugios que contribuyen a regular la manera incorrecta, improvisada y burda con que estacionamos en las ciudades. Se trata del «parquímetro». Es, muy probable que las diligencias para concesionar las instalaciones de esos aparatos haya estado viciada porque nadie puede dudar nada en este país chiquito de grandes frustraciones. Pero ya en estos tiempos se hace inconcebible imaginar siquiera una ciudad medianamente desarrollada (y esta pretende serlo) que no tenga un sistema efectivo de control del estacionamiento, en función de tiempo y espacio adecuado. Eso es lo que los parquímetros podrían venir a resolver en esta ciudad donde los tramos de calles están privatizados, donde un «guachiman», escopeta en mano, tiene ordenes de prohibir el estacionamiento en la calle de cualquier vehículo que no le sea conocido. La multiplicidad de atribuciones del suelo en sus distintos usos, por costumbre y herencia, matiza de absurdos los complejos que se manifiestan en las calles.
El balance ya hace tiempo que es trágico. Aquí se mata por un parqueo.
A muchos no molesta el zafacón como obstáculo para el estacionamiento, ni el block, ni el aro de camión, ni el «burro», ni las latas encementadas con una vara vertical haciendo de señal desparpajante. Esos elementos, distorsionantes del paisaje urbano convencional, alteradores de la modernidad que busca desesperadamente esta ciudad vehicularizada, no son considerados una agresión física y circunstancial tanto a la capital dominicana como a cualquier ciudad dominicana con intenciones de adecentarse y salir del aldeanismo.
Nos gusta esa bachata de adefesios volcados sobre la calle, sometidos al desordenado ordenamiento de un esclavo de las necesidades económicas. Mire a su alrededor y verá como desde muy temprano las oficinas públicas y privadas, los colegios y escuelas, las inmediaciones de universidades, negocios, clínicas, bancos y empresas prestigiosas, se apropian del espacio público en desmedro del libre tránsito y del libre estacionamiento. Ahora, demagógicamente, con esto de los parquímetros, es mucho pagar por estacionarse, pero no es demasiado robarse el espacio público para, a punta de escopeta, usufructuarlo. Tampoco es exasperantemente abusivo, llenar las calles de todo tipo de artefactos obstaculizantes que les garantice a los usuarios temporales una propiedad sobre el suelo que no es tal porque nunca han pagado por ella y porque además, siendo pública, la usan en su estricto beneficio personal y en desmedro del colectivo. Entonces de qué ciudad posible se habla y escribe. Si esa empresa de los parquímetros uso tácticas inadecuadas, que se le rescinda el contrato. Los tribunales deben servir para algo. Lo que no puede seguir esperando más es la organización de la ciudad, con o sin parquímetros, más ahora que se avecinan tiempos de tranvías…