Participación Ciudadana y el clientelismo político

Participación Ciudadana y el clientelismo político

MIGUEL RAMÓN BONA RIVERA
A solicitud del Partido Reformista, el movimiento cívico Participación Ciudadana realizó un monitoreo de las primarias celebradas por dicho partido el domingo 10 de junio pasado, para la escogencia del candidato presidencial que terciará en las elecciones del 2008.

En el informe presentado a la Comisión Organizadora de dichas primarias, Participación Ciudadana señala algunos aspectos del desenvolvimiento cualitativo del evento, que son ilustrativos de las prácticas vigentes en el acontecer político actual de nuestro país.

Señala Participación Ciudadana lo siguiente:

«Un aspecto que llamó poderosamente la atención fue la práctica, mucho más evidente que en las otras primarias observadas, de la repartición de dinero a cambio de votos, lo que constituye una falta grave».

«La influencia del dinero en éste y los anteriores procesos internos de los partidos políticos, está provocando daños profundos, no sólo al interior de las instituciones político partidarias, sino también en el sistema político e institucional del país, en tanto ya no es el ejercicio del voto libre y responsable el que está determinando los resultados de estos procesos, sino las prácticas clientelares y la compra de consciencia, lo que es muy lamentable».

Ciertamente que la práctica del clientelismo político ha sido un fenómeno concurrente en la mayor parte del desenvolvimiento histórico de nuestro país.

Desde que se fundó la República, la primera Constitución votada en San Cristóbal el 6 de noviembre de 1844 estableció cuáles serían los requisitos necesarios para que un ciudadano pudiera tener derecho a ejercer el sufragio.

El artículo 160 de la mencionada Constitución señalaba lo siguiente:

«Para ser sufragante en las Asambleas Primarias, es necesario:

Primero: ser ciudadano en pleno goce de los derechos civiles y políticos.

Segundo: ser propietario de bienes raíces, o empleado público, u oficial del ejército de tierra o mar, o  profesor de alguna ciencia o arte liberal, o tener patente para el ejercicio de alguna industria o profesión».

De modo que desde la primera Constitución el derecho al voto estuvo reservado solamente para ciertas categorías sociales. No existía el sufragio universal.

Y así, los peones de los hatos ganaderos del general Pedro Santana no tenían derecho a votar por su patrón para la primera magistratura del Estado. Ni tampoco tenían derecho a votar por su jefe, los trabajadores descamisados de los grandes aserraderos de Buenaventura Báez.

¿Acaso fue el espíritu del constituyente, evitar de esta manera que la popularización del voto pudiera inclinar el favor hacia aquellos caudillos que se enseñoreaban sobre las grandes masas iletradas?.

Esta disposición se mantuvo vigente hasta que en la reforma constitucional del 14 de noviembre de 1865 se estableció el Voto Directo y el Sufragio Universal.

A partir de ahí, puede datarse de manera precisa el nacimiento del clientelismo político. Dos hechos combinados van a potenciar el surgimiento de este fenómeno. Por un lado, la ya mencionada introducción del voto directo y el sufragio universal. Y por otro lado, la necesidad de proveer de  empleos y canonjías al cesante ejército de la guerra restauradora.

Termina la guerra, pero la paz no desacelera el ímpetu belicoso ya adquirido, y ello promueve la práctica de la política clientelar como forma de control y adhesión de esos grupos levantiscos.

Los sucesivos gobiernos de Buenaventura Báez  y la dictadura de Lilís van a acentuar aun más el fenómeno del clientelismo político.

El amanecer del siglo veinte no será distinto. Un hecho tragicómico nos sirve de botón de muestra: El 30 de noviembre de 1912, el Congreso Nacional nombró como Presidente provisional de la República al arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Ello contó con el auspicio del gobierno de los Estados Unidos, y el objetivo era que el prelado pudiera organizar unas elecciones libres y democráticas que pusieran fin al caos reinante.

De repente se apareció Desiderio Arias al mando de una tropa armada proveniente de la línea noroeste y ocupó el palacio arzobispal. Dormían  hasta en los pasillos y las escaleras. Mientras, el general Desiderio Arias exigía al gobierno de Monseñor Nouel que le entregase todos los cargos públicos de Puerto Plata, Montecristi, La Vega y San Pedro de Macorís. También la Comandancia de armas de la ciudad de Santo Domingo, dos Secretarías de Estado y cincuenta mil dólares en efectivo para repartirlo entre sus tropas y conmilitones. Presa de la desesperación, el arzobispo renunció a la Presidencia de la República y se fue del país. Su gobierno duró menos de cinco meses.    

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