Partidos con las partituras perdidas

Partidos con las partituras perdidas

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Cuando una orquesta sinfónica se reúne sobre un escenario se oye enseguida a los músicos afinar sus instrumentos. Durante unos minutos escuchamos notas sueltas que salen de las cajas de los violoncelos, los sonidos de las trompetas y de las cuerdas mezclados en confusión. Pero el director tiene en su poder la partitura de la obra, el texto completo de la música que tocarán los diversos ejecutantes. Antes de comenzar la función todos los músicos están coordinados y saben donde marcar los acentos de la pieza.

Esto no ocurre en los cambios de mandos en la República Dominicana. Los funcionarios nuevos pretenden «afinar» los instrumentos de gobierno sin tener una partitura, sin las pautas de una tónica general. Les oímos provocar chirridos, pitazos, resoplidos y explosiones; mas no consiguen darnos nada que parezca música, que recuerde a un concierto. Es posible que los ministros y directores departamentales de un gobierno nuevo pasen el periodo constitucional entero «afinando» los «planes y programas», sin llegar nunca a tocar o a ejecutar algo coherente y armonioso.

El pueblo dominicano ha «proclamado» en el curso de su historia treinta y seis constituciones, con diferencias grandes y menudas, sin alcanzar con ello la legitimidad política ni la seguridad jurídica. Hemos modificado varias veces la Ley Electoral, sin que haya mejorado la credibilidad publica en los jueces responsables de organizar las elecciones. Al parecer, los partidos políticos no han sido correas transmisoras de objetivos generales.

Y lo peor es que no disponemos de ningún instrumento social, político o jurídico, que sea eficaz para defendernos de tantos políticos indecorosos, depredadores del erario. Según la teoría clásica de la democracia la soberanía reside en el pueblo. El pueblo ejerce su derecho al voto y escoge unos representantes suyos cada cuatro años. Tan pronto las boletas son escrutadas y las urnas de votación retiradas, los funcionarios electos quedan «sueltos de las dos manos», sin el más mínimo control de los electores a los que dicen representar. Usted, lector, y yo también, somos electores no elegidos que carecemos de instrumentos de supervisión, de sujeción a normas, de revocación de mandato. Los partidos políticos son, como reza el dicho popular, ley, batuta y constitución.

El gobierno dominicano decidió hace tiempo «deshacerse» de las empresas que el Estado heredó de la época de Trujillo. La Corporación Dominicana de Empresas Estatales, CORDE, fue descuartizada por sus propios administradores y gerentes. Las empresas incautadas a la familia Trujillo sufrieron un largo «proceso de privatización espuria». Se dijo entonces que el Estado era «mal administrador», que hacia «competencia desleal» a los empresarios privados. Esas empresas fueron vendidas posteriormente al sector privado, mediante la Ley de Capitalización de la Empresa Pública. Y ocurrió que mientras las empresas del Estado se privatizaron, los partidos políticos se estatizaron. El contribuyente dominicano paga las campañas electorales de los partidos, paga las elecciones generales, congresionales, municipales, y tal vez tenga que pagar las llamadas «primarias», elecciones internas de los partidos. En el financiamiento de los partidos se gasta una montaña de dinero con resultados insatisfactorios.

Los partidos, lamentablemente, actúan como poderes desordenadores; nada menos que del orden constitucional. Los partidos son hoy empresas estatales que pactan entre sí arreglos y fusiones, en detrimento de los electores que les llevan al poder y les financian. Es claro que la existencia de partidos es esencial para el funcionamiento de la democracia; los partidos, en situaciones normales, son los legítimos órganos sociales de acción política. En las condiciones presentes son poco menos que «enterradores de la democracia». Los partidos no deben ser «mantenidos» por el Estado. No es cosa obligada o ineludible que sean destructores de la justicia, de la economía, del ordenamiento constitucional, e incluso de nuestro precario régimen de libertades publicas.

Es necesario que surjan nuevos partidos, nuevos lideres y grupos sociales, capaces de sembrar entre nosotros la semilla de una «épica cotidiana», de un sistema articulado de ideales colectivos para todos los días, una especie de patriotismo de tono menor. ¿Qué metas podemos trazarnos en lo que atañe a los alimentos? ¿Cuáles medicinas debemos producir nosotros mismos? ¿En que aspectos prácticos de la educación hemos de poner énfasis? ¿Cómo estabilizar nuestra producción de energía eléctrica? ¿Es posible salvar nuestros bosques y ríos? ¿Qué papeles económicos han de cumplir las presas y las centrales hidroeléctricas? ¿Qué haremos con las cárceles y con los tribunales? ¿Qué vínculos internacionales de negocios nos conviene promover? ¿Cuáles son más importantes? ¿Y los servicios públicos? ¿La seguridad ciudadana?.

Estos asuntos ordinarios tienen poco que ver con «programas de gobierno». Son meras aspiraciones, puros deseos, proyectos e ideales de grupos y clases. Con estos elementos puede componerse una partitura para ciudadanos, no necesariamente un programa de gobierno o una ideología política. La partitura representa el tuétano o entresijo fundamental que se ha perdido en los partidos políticos dominicanos. Y en la sociedad misma. Tarea enorme será encajar una partitura en el pentagrama de nuestra vida publica, huérfana de objetivos comunitarios ascendentes. Es obvia la poca aptitud del hombre dominicano para realizar un trabajo coreográfico, de conjunto o en equipo.

Recuperar y renovar la partitura de los grupos sociales y de los partidos políticos, es buen camino para que estos últimos dejen de ser «ley, batuta y constitución». Tal vez, por esta vía – educativa y de promoción – se obtenga a la larga una victoria colectiva triple: que la sociedad civil consiga «empuñar la batuta», que los partidos se ajusten a las leyes, que la Constitución no sea vapuleada continuamente.

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