Paseando con Miguel de Unamuno

<p>Paseando con Miguel de Unamuno</p>

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Hace pocos días, entre mis palabras pronunciadas en la Plaza del Inmigrante, dedicada por la Fundación Corripio a una noble recordación, cada 18 de noviembre, fecha oficializada ya en homenaje a quienes llegaron a nuestro país buscando luces, oportunidades y olvidos de dramas familiares (entiendo que fue el caso de mis antepasados catalanes), en tan cercana ocasión mencioné a don Miguel de Unamuno, “Rector Perpetuo” de la Universidad de Salamanca, quien fuese desterrado por el espanto de la política de 1924 a 1930 entre Fuenteventura, París y Hendaya.

Pués don Miguel se ha quedado conmigo, dándome vueltas. Se me asoma en el pensamiento, ora en una razón, ora con otra.

La vida y pensamiento de Unamuno estuvieron íntimamente enlazados con las circunstancias españolas y con la gran lucha sostenida desde fines del siglo diecinueve entre los europeizantes y los hispanizantes, lucha o discrepancia que don Miguel resolvió con su tesis de la hispanización de Europa (ver los trabajos de José Ferrater Mora, ilustre filósofo integracionista).

Unamuno, internándose acaso en lo que es su problema capital y fundamento de todo su pensamiento, polemiza contra el hombre abstracto, “contra el hombre que ha sido concebido por los filósofos en la media en que hacían filosofía en vez de vivirla”.

Siguiendo una tradición que se remonta a San Pablo y que cuenta con apoyo de Tertuliano, San Agustín, Pascal, Rousseau y Kierkeggard, Unamuno concibe el hombre (ahora tenemos que aceptar la tontería esa de hombre y mujer, y hablar de dominicanos y dominicanas, choferes y choferas, cirujanos y cirujanas ¿patriotos y patriotas?)….bueno… el caso es que don Miguel concibe al hombre -repito tercamente- como un ser de carne y hueso, como una realidad verdaderamente existente, como “un principio de unidad y un principio de continuidad” (por usar sus propias palabras).

La cercanía de Unamuno con el existencialismo (término tan abusado que se diluye en confusiones excesivas y hasta antagónicas) lleva a Unamuno a oponer al cientificismo racionalista una concepción trascendente: “la inmortalidad del cuerpo y alma”, que no consiste en una desteñida supervivencia de las almas, sino de que la muerte no sea una justificación ética del paso del humano por la tierra sino la esperanza “de que la muerte no sea la definitiva aniquilación del cuerpo y del alma de cada cual.”

Esta esperanza, velada en la mayor parte de las concepciones filosóficas envueltas entre nebulosas místicas (y miedos, añadiremos) es hurgada por don Miguel en numerosos ejemplos de la sed de inmortalidad, desde los mitos, teorías e invenciones del eterno retorno hasta el afán de gloria y la voz constante, persistente, inquietante, de una duda terrible.

A los temas del “hombre de carne y hueso” y de la esperanza de inmortalidad con los cuales va implicada su idea de la agonía o lucha del cristianismo, Unamuno agrega su doctrina del Verbo. Para él, el Verbo no es un “logos” abstracto y sin contenido, sino una cualidad presente y concreta en los humanos.

De este Verbo, de esta concepción, deriva Unamuno el fundamento y término (¿término?) de toda filosofía.

¿Por qué mi interrogación? ¿Mi duda?

Es que la filosofía es interminable. Sacada por la puerta, entre por la ventana.

El viejo persa Khayyam nos advertía que nunca sabremos nada.

Nada de nada.

Cada descubrimiento nos presenta nuevos misterios, cada vez más complejos.

¿Qué nos queda, pues?

Filosofar.

Hurgar en las tinieblas del misterio.

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