JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
La alta ciencia, que tantas veces mostró una sonrisa burlona y compasiva hacia la filosofía, ha debido doblegarse ante los resultados del pensamiento trascendente, de la observación aguda que se atreve a clavarse en las tinieblas de los procesos materiales y espirituales.
La alta ciencia se ha hermanado con la filosofía.
El pensamiento de los padres del racionalismo griego, Tales de Mileto y Xenófanes (por mencionar dos tendencias o intereses) estaba obligado a moverse y adelantar a campo traviesa pro terrenos invisibles, agarrándose de señales sutiles que tan sólo ellos pudieran percibir, más que nada, intuyendo remotas lucesillas al fondo de la lejanía desesperantemente caliginosa, densa en la oscuridad.
Es alentadora la realidad de los procesos de cambio, el movimiento como fuerza esencial, como clave de aconteceres. Siendo todo, «movimiento», lo importante no radica en dónde se está, sino hacia dónde nos movemos. Ya se sabe científicamente, sin un adarme de especulación, que toda realidad es un proceso en acción.
Si quieren confirmarlo, les ofrezco las palabras del eminente filósofo y matemático inglés Alfred North Whitehead (1861-1947) uno de los fundadores de la lógica matemática, quien nos habla en su obra «Proceso y realidad» (1929, traducción española, 1956) del proceso de «concreción», en el cual la unidad individual tiene su valor relegado a la subordinación que creará una entidad nueva.
Es decir, que está en movimiento.
Hoy nos consideramos una especie diferente, desconectada de todo lo anterior.
Somos modernos. Nos vemos como algo acabado de inventar.
No hay tal.
Somos consecuencias de ayeres, pero no somos ninguno de los ayeres.
Dante nos deja en famosos versos una frase indicadora: «Cuando en el mío juvenil error, yo era otro hombre del que hoy soy».
Nos movemos en un entramado de incertidumbres y de incógnitas. Un descubrimiento genera mil preguntas. El prodigio de la vida en todas sus manifestaciones, humana, animal, vegetal, marina, celeste, molecular, guarda celosamente un misterio que se resbala siempre hacia otro lugar.
No creo que se trate de hacernos una broma o mala jugada, sino que la realidad es móvil y engañosa a consecuencia de razones primarias que se han ido modificando debido a los que sucesivamente acontece.
Whitehead establece tres órdenes de lo real; el primero está constituido por la energía física, el segundo comprende el presente de la experiencia humana; el último, la eternidad de la experiencia divina. Dios y los objetos eternos no representan, empero, un mero orden de la realidad, sino que la experiencia divina es concebida como un indefinido progreso que es consciente desde una fase inicial desconocida e incomprendida.
Es decir, caemos en lo que el astrónomo triste de Nishapur, Omar Kahayyam, aconsejaba en una de sus Rubaiyatas: «El Misterio no dice sus secretos sagrados; por siempre quedarás con los ojos cerrados»
¿Fatalista…o certero?