Paseo por el esplendor medieval

Paseo por el esplendor medieval

Los edificios de piedra de la ciudad medieval eran tan numerosos y estaban tan apretados y compitiendo tan igualadamente en arte y galanura que los visitantes de la ciudad que llegaban desde el mar o por tierra recibían una impresión de poderío y majestad abrumadores. Tales edificios eran la prueba irrefutable, la pétrea evidencia de que se había llegado a una ciudad próspera.

La guerra, y su variante incruenta, el comercio, la habían hecho así. En los astilleros y atarazanas de Barcelona, que hoy albergan el Museo Marítimo y una reproducción del ingenio de madera con el que Narcís Monturiol bajó a los abismos submarinos, se construían los barcos que traían y llevaban por los puertos bienes y riquezas, y que llevaron a catalanes y aragoneses a conformar una potencia mediterránea. Fuerza de choque de ese poder fueron los famosos almogávares (cuyo nombre procede de las «algaradas» árabes): una infantería de mercenarios muy sufridos y belicosos que combatieron al servicio de los reyes de Aragón contra los sarracenos en España, bajo el mando de Roger de Lauria en África y Sicilia y bajo el de Roger de Flor en Constantinopla, contra turcos y contra griegos. En aquellas tierras dejaron memoria tan amarga que, según cuenta la leyenda, todavía hoy a los niños caprichosos se les amenaza con que si no se acaban la sopa de una maldita vez vendrán los catalanes y se los llevarán en un saco. Son el coco. Eran una infantería ligerísima. Iban armados sólo con una daga, un par de flechas y una lanza. Llevaban consigo a sus mujeres y prole, y vivían del botín y los saqueos, o sea que para ellos cada combate era al todo por el todo, a la carta más alta.

La Barcelona contemporánea es una prolongación del modernismo, y más concretamente del arquitecto Antonio Gaudí, y más concretamente de la Sagrada Familia: sin ese imán turístico no sé adónde habríamos ido a parar después de la crisis de la industria textil. Pero durante las muchas décadas en que las virutas y fantasías del estilo modernista habían perdido todo favor en el gusto de los barceloneses, cuando la roña del tiempo y la incuria ocultaba a la vista los alardes decorativos de las fachadas del Ensanche, que hoy lucen otra vez su colorido de pavo real, y la Sagrada Familia era según consenso general un horror sin paliativos, el barrio Gótico, con sus palacios, con sus iglesias, la catedral, la iglesia del Pino donde levitaba san José Oriol y la basílica de Santa María del Mar constituían el principal atractivo de la ciudad y lo primero que mostrábamos a los visitantes forasteros. Aunque ahora a mí no me llevan allí ni atado, porque el barrio está infestado de turistas, es un espacio de fantasía para los lectores de una novela de Ildefonso Falcones, titulada La catedral del mar, de la que se han vendido cientos de miles de copias, o quizá millones, y que cuenta las mil peripecias de un muchacho que, saliendo de la miseria como siervo de la gleba, medra y medra y se casa con una dama deliciosa, de alta alcurnia, y entra en la nobleza.

La ciudad del siglo XIV se extendía desde el mar hasta la actual plaza de Cataluña; al norte limitaba con el barrio de Santa María del Mar, al sur con las actuales Ramblas, que eran una especie de riera o río seco al pie de las murallas. Creció para englobar dentro de un recinto más grande todo el espacio al sur de las Ramblas y atravesado por las calles Carmen y Hospital hasta las actuales rondas, así llamadas por los caminos de ronda de las nuevas murallas. Así pues, las Ramblas parten esa planta urbana de este a oeste; a un lado queda el barrio del Raval, antes famoso Barrio Chino, solaz de marineros, y hoy un área que la juventud en la cresta de la nueva ola se reparte con las comunidades de inmigrantes norteafricanos y asiáticos, las cuales marcan sus territorios con peluquerías, colmados, locutorios telefónicos y carnicerías halal y los días de fiesta se reúnen bajo las palmeras de la flamante Rambla del Raval.

Al otro lado quedan el barrio Gótico y la Ribera, antiguo barrio de pescadores que hoy atrae a las tiendas más chic y exclusivas y los talleres, estudios y viviendas de artistas pijos del norte europeo. Por ahí se circula en bicicleta, afectando aires soñadores, de personaje de Truffaut. La estrecha trama de callejuelas -muchas de ellas bautizadas con los nombres de los gremios que tenían allí sus talleres: Daguería, Tapinería, Llibretería, etcétera- que unía estos dos barrios sería cortada a principios del siglo XX por otra arteria fundamental, paralela a las Ramblas, para facilitar el transporte de mercancías y descongestionar las comunicaciones entre la zona portuaria y el interior. Algún cronista nostálgico lamentó mucho esa intervención de un urbanismo expeditivo que ha desnaturalizado para siempre el laberinto del casco antiguo y la supuesta armonía de sus flujos formales y de tránsito. A cambio, la Vía Layetana, discurriendo junto a unos lienzos de la muralla romana, presenta una serie de edificios de dimensiones colosales, de estampa imperiosa, imponente, aunque un tanto sombrío y melancólico debido a la altura de los edificios y la estrechez relativa de la calzada; lamentablemente, su función de arteria rápida, siempre atestada de autos, lo angosto de sus aceras y la atmósfera irrespirable no invitan precisamente a los paseos indolentes.

Los vecinos de uno y otro lado llaman a la Vía Layetana el Río Grande, para subrayar su condición de límite, de frontera.

Quizá ese muchacho que Falcones imaginó para protagonizar su best seller entrase en Barcelona por el Portal del Ángel, la Puerta del Ángel, donde se abría -de ahí el nombre- una de las puertas de la ciudad, presidida por la figura de un ángel. Por ahí también es por donde hoy entran los turistas que quieren conocer algo de la Barcelona medieval, aunque sea sólo algunos de sus lugares más destacados. Es un objetivo que se puede alcanzar en el curso de una mañana, pero que se puede seguir disfrutando durante toda una vida. Si ahora nosotros entramos también, no veremos vestigio alguno de la puerta, sino en su lugar una anchurosa avenida comercial y peatonal, siempre atestada de gente, la mitad turistas y la otra mitad indígenas que entran y salen de las tiendas; y en lugar de ángel lo característico es el gigantesco termómetro de la óptica Llobet, que ha sido punto de encuentro, de cita, para sucesivas generaciones barcelonesas, aunque últimamente los jóvenes prefieran la marquesina del cercano edificio de El Corte Inglés. Especialmente los sábados y domingos por la tarde, las chicas emperifolladas y nimbadas por la luz triunfal de los escaparates aguardan allí la llegada de sus galanes, para ir del bracete a la discoteca.

Hasta hace relativamente pocos años, en Barcelona hacía mucho frío, y el frío, según detectó Josep Pla, entraba en Barcelona por la calle Canuda, a mano derecha de la Puerta del Ángel. Entraba por ahí como por un túnel que conduce a las Ramblas, y desde allí se difundía por toda la ciudad. En la calle Canuda se alza el Ateneo, donde Pla se sentaba a platicar con su peña, según era costumbre, en animadas tertulias de escritores y periodistas. Hoy los socios del Ateneo de edad más provecta juegan en esa sala infinitas partidas de ajedrez, y sobre sus cabezas, en la biblioteca que conserva numerosos y refinados trabajos del gran arquitecto Jujol, los socios más jóvenes preparan oposiciones. Y encima de ellos tiene su sede una academia de escritura o escuela de creative writing, de la que fue alumno el abogado Falcones mientras redactaba su best seller. Por cierto que desde que se supo que el autor de La catedral del mar había estudiado en esa escuela el número de estudiantes se ha multiplicado a la enésima potencia. Yo también me he matriculado allí como alumno en los cursos sobre «escritores raros suramericanos» que imparte Rolando Sánchez Mejías, él mismo un escritor rarísimo y al que admiro tanto…

Dando unos pasos más atrás se encuentra, junto al Portal del Ángel, en la calle Montsió, Els Quatre Gats, un local famoso porque en esa sede de la bohemia de principios del siglo pasado se reunía Picasso en sus años mozos con otros artistas de su generación. Es un inmueble del arquitecto Puig i Cadafalch, a base de ladrillo rojo, arcos ojivales, hierro forjado, motivos heráldicos y relieve de Sant Jordi matando el dragón, cosas todas ellas muy querenciosas a la variante catalana del modernismo. A los hombres de aquella generación les parecía una edad de oro aquella época siniestra del medievo hediondo, con sus fueros, sus jerarquías, sus gremios, sus epidemias, sus hambrunas y sus fanatismos, y aportaron al estilo modernista esa querencia ojival y caballeresca que con tanta gracia adorna este edificio.

El Portal del Ángel conduce hasta la plaza de la catedral, una meritoria fábrica religiosa, aunque la fachada sea del siglo XIX y actualmente esté en fase de restauración, cubierta de andamios. A través de las puertas de la ciudad

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