Pasión enardecida

Pasión enardecida

Con pesar nos hemos acostumbrado a saber de perturbados mentales estadounidenses que atacan a personas ajenas a sus angustias. Lo han hecho, más que en ningún otro lugar, en el inocente escenario de las escuelas. No faltó un francotirador que habiendo perforado un pequeño orificio en el baúl de un automóvil, convenció a un joven para que desde allí disparase a personas escogidas al azar. Sábese del enfermizo bombardero que a lo largo de años conmovió villas y ciudades colocando bombas que destruyeron vidas y haciendas. El más cruento de estos sucesos, fue el famoso ataque de Oklahoma.

Nunca, empero supimos, hasta hoy, de ataques sobre una manifestación política. Este tipo de arrebato parecía propio de enardecidos ciudadanos criados al amparo de la canícula de los trópicos. ¿En Estados Unidos de Norteamérica? ¡Jamás! Hasta que apareció el movimiento denominado “tea party” que ha soliviantado algunas de esas voluntades a las que, decimos en lenguaje coloquial, les falta un tornillo. Hasta que no concluyan las investigaciones no podrá esgrimirse el índice acusador sobre nadie. Aunque desde que la pólvora dejó de olerse y los disparos cesaron, se ha señalado a Jard Lee Loghner como el asesino colectivo.

Se le han hallado papeles que prueban que, como desquiciado, soñaba con una hecatombe. Entre las víctimas que premeditó asesinar, se hallaba la congresista Gabrielle Giffords. Por eso, sea o no responsable real por el criminal suceso, se le ha señalado como el homicida múltiple. Pero detrás de la mancha, sin duda imborrable, se levanta la sombra de quienes apuntaban a la necesidad de frenar el avance de la Giffords. Una de ellas, Sarah Palin, la apacible ama de casa que llamada desde sus cotidianidades hogareñas a la vorágine de la política, se volvió loba imbatible. Ella es de las luces que alumbran al tea party.

¡Qué cambios más espectaculares y terribles! A ustedes les he contado del día en que fue electo Jimmy Carter. Me hallaba en Washington, la capital federal de la gran nación, cuando en la víspera de los comicios nos dijeron que, al día siguiente, no tendríamos clases. Estábamos en el famoso Brookings Institute, y en el entendido de que todos conocíamos las causas, nadie habló de elecciones. A lo largo del día grabábamos las conferencias. En las noches, preocupados por estar al día, traducíamos con ayuda de la escasísima memoria del inglés y dos diccionarios. ¡Quién iba a preocuparse por elecciones!

De manera que en aquella mañana de noviembre, cuando se le decía definitivamente adiós a Richard Nixon, salimos rumbo a la agencia de información y cultura. Un jefe de esa misión en República Dominicana, Serban Vallimarescu, era, hacia esa fecha, el jefe de esa oficina. Pero el marino apostado a la puerta del edificio, me dijo que Val, como llegaron a llamarlo muchos de sus conocidos aquí, estaba votando.  Nos invitó a volver más tarde. ¿Más tarde? ¡Sí, Val retornaba a su trabajo tan pronto ejerciese su derecho ciudadano!

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