Pastor de Moya: un poeta de pie a cabeza

Pastor de Moya: un poeta de pie a cabeza

Asqueroso puerco con que nos festejamos y alegramos. Esperpento, no de Valle Inclán, sino de Pastor de Moya que recrea una barahúnda signada por la sinvergüencería sexual y etílica. 

Unas peludas mujeres lavan ropas interiores
Junto a vísceras de animales sacrificados

La plasticidad de estos versos nos conduce a ese submundo, que es mundo porque existen como el otro con igual estatura, al primigenio gesto de la creación, según viejos textos, pinturas, dibujos, rastros procedentes del río Yaque del Norte y del Camú. Entonces nada ha mudado, solo acontece una arcilla remontada con iguales atributos de su gestación. Y brinquemos, y leemos:

Dicho personaje comestible, dorado por el fuego de la leña y la vigilia, descansa en un ataúd. Sus únicos accesorios son una corbata o corbatín (blanca o rosa) una manzana en la boca, algodones que le tapan las fosas nasales y unos lentes para protegerse de la claridad del sol.

Somos cerdos engullendo cerdos. Doblemente cerdos. Para comprobarlo es bastante simple, veamos: tápese los oídos y observe a los comensales en un restaurante de lujo más que en una fonda, no oiga nada, y observe la quijada, el color subiendo a los cachetes, a la barbilla y nos hace falta más: la evidencia se nos ofrece inmediata… ¡Y miren al cerdo, miren al cerdo!

El entierro, exequias griegas, romanas y cristianas, es la muerte encaramada en un animal de carne comestible:

Terminada la comilona, alguien rasga un violín y toca una pieza, entre alegre y triste, propia de los apetecidos y saciados. Silenciosamente cuatro hombres toman el ataúd.

La condición de hombre-animal que es el contrapunteo que atraviesa esta primera caída se reconfirma y se afirma en estos dos hermosos versos:

¡Qué raro destino  el de ser puerco
cuando su sangre se mezcla con el polvo!

Destino: ser en el estómago de otro, que solo será, tarde o temprano, polvo regresado igualmente.

La segunda caída

Si en la primera caída la vida es un jolgorio con un fin predeterminado, como aconseja y consigna la vieja y siempre nueva tragedia griega, en esta segunda, esa misma vida es una enfermedad. Somos enteros enfermos, únicamente un “arreglo “ nos evita ser en el dolor:

Los científicos nos conducen vendiéndonos la panacea de la tranquilidad mediante un cebo de placer.

Y el tránsito conduce a la indiferencia, al no sentir, a la inutilidad y a la vegetación procurada.

Manipulación del cuerpo humano: un taller de herrería o de naturaleza semejante es nuestro cuerpo despierto. En un rústico laboratorio, propio de cavernas o cuevas, se despierta la certeza y la locura: ¡quién en la escena del vivir puede aludir a la cordura! El experimentador y el objeto experimentado poseen iguales grados de descompostura. Se viene descompuesto desde mucho antes del primer pujo, y experimentamos constantemente con nosotros mismos. Esto, en cierto modo, propone nuestro poeta, en esta caída, como bien lo explica poéticamente en Caso del pica-hielo:

La historia de la lobotomía se remonta a tiempos inmemoriales, quizás al origen del mundo. Relevantes documentos, tallas, gravados, pinturas, esculturas y otras manifestaciones han sido encontradas en cuevas, códices y dinastías antiguas que así lo demuestran.

Un gesto expresivo: Gillette

Con la gillette o el gillette ocurre algo sencillamente singular: el poeta crea un gesto expresivo. Gesto que tiene antecedentes que ya forman parte de la tradición poética del mundo. Veamos: Marcel Duchamp y su inodoro, bautizado con el nombre “Fuente”, en 1917, París.

Cuando puso ese objeto, con su firma, necesario porque está conectado con la satisfacción de una de las necesidades primarias del hombre y de la mujer, llenó el ámbito inmediato de asombro. El acto físico desapareció pero se guarda la irrupción de ese acto inusual. Algo único ocurrió definitivamente, y solo en el mundo. Y aún permanece y no hay forma de destruirlo, porque no es el objeto que vive en la memoria humana, es el hallazgo poético.

Otro caso

Fernando Arrabal, el iconoclasta artista español, escenificó lo siguiente: desarrollaba una presentación televisiva, cuando de pronto se quita los zapatos, los tira al suelo, no lleva  calcetines, y se queda con los pies desnudos, los cruza sobre la silla y con un gesto budístico,  con cara de sátiro pervertido, se reconfirma en sí mismo, crea una situación que nosotros, los espectadores, después de la sorpresa que brotó de él, la guardamos en el recuerdo, intacta, como testimonio, de una desacralización, de un escupitajo social, de  una rebeldía artística.

Tercer antecedente

Un tercer acto creativo, que antecede a esta Gillette, lo encontramos en un auténtico pelotero dominicano: Manny Ramírez.

Veamos:

En el año 2005, en el intervalo de la visita del coach de pitcheo a la lomita, hubo que esperar unos minutos para reanudar el juego, porque Manny se metió tras el monstruo verde, en el Fenway Park, de Boston, e hizo del espacio un orinario. Acto  de naturaleza inesperada.

Leamos el Manual:

Paralelo al efecto poético buscado, hay en el ritual de la gillette otro: ella, su presencia, recoge la historia de los tantos suicidios acertados (Un memorable: el del profesor Hernández en Santiago, que tan bien describe Joaquín Balaguer en su Memoria de un cortesano de la Era de Trujillo) de así como  los tantos intentos  fallidos igualmente. Su presencia ahí, nos conduce, de entrada, a su razón primera  de ser: artefacto filoso para afeitarse la barba, los hombres, y ahora otras partes del cuerpo, así como las mujeres, las piernas, y también otras parte del cuerpo.

Es un ritual que conlleva a la resolución definitiva de la vida: a la muerte. Se trata de un acto de equilibrio y desequilibrio de un personaje desprovisto de manos para manipular el artefacto. Finaliza el ritual de esta manera: “Recuerde que, si falla, le puede ocurrir algo peor que la muerte”.  Se desgaja el sentido, y sigue siendo el mismo: lo peor de la muerte es la vida. Ahora, el inciso “si falla”, le da una vuelta al trompo al introducir una ambigüedad dentro de la mayor:  como se trata de un “mocho” que va a manipular un artefacto para aniquilar la angustia, la doble angustia que posee, la de la vida y de la muerte, si no falla, la angustia continúa al no lograrse el objetivo, y la vida continúa triplemente maltrecha: sin brazos, con la angustia encima y lleno de tajadas, de heridas por el equivoco o la ineptitud.

Una y otra, no hay escape, las dos opciones ahondan la angustia que es el vivir: continuará con la incertidumbre, agravada por un nuevo  desasosiego, quién sabe de qué envergadura,  al no acertar el lugar justo donde la Gillete imponga la muerte definitivamente.

Pero al final de este rito, por sobre el sentido trágico se señorea una comicidad ejemplar: acaso hay un mayor esperpento que un doble mocho, enganchando en un palito de helado, El Polo, esa Gillette  con las únicas dos piezas viables del cuerpo: los dos pies, para luego buscar el cuello y ¡zas!, el zarpaso que conduzca al objetivo; quitarse del medio para siempre.

Hay en Pastor de Moya determinadas actitudes poéticas que barrunta la realidad, que echan afuera el lodo sucio del hombre y la mujer, del conjunto y de los conjuntos sociales, que en otros, donde me meto, quedan retenidas, pujando por ser expulsadas, echadas afuera… Hay que dar las gracias a Pastor porque él hace por tantos. Y hay que darle las gracias, igualmente, por este singular libro donde la angustia medular humana se aborda desde uno de los elementos más difíciles de alcanzar en la literatura: el humor y, con él, ese  efecto lúdico que asumimos y conservamos  intacto en la memoria.

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