Pastor Vásquez – Nicolás Boyé

Pastor Vásquez – Nicolás Boyé

La carreta se detuvo frente a mi casa cuando el Astro Rey indicaba, pálido, en las montañas de occidente, la hora seis. Y por primera vez vi un ataúd. Desde la galería de barandas verdes y piso de tablones, mi madre observó la extraña encomienda. La aguja quedó en el aire en esas manos tiernas que acariciaron mi infancia cuando el carretero ordenó parada a los bueyes.

“Busca a tu padre”, me dijo con esa calma que se veía fría por encima de sus lentes de caucho, colocado en el extremo de su nariz, y luego siguió dando agujazos.

“Llévela al batey y déjela en el depósito”, dijo el viejo con el rostro enjabonado y su navaja de afeitar en la mano derecha.

“Es para Nicolás”. Un eco atormentó mis oídos.

¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Nicolás! No sabía que a los vivos se les comprara ataúd.

Negro Natera arreó la yunta de bueyes y la carreta de madera comenzó a bailotearse levantando un polvo fino, casi imperceptible, en el camino real.

Mi padre observó durante un instante en la galería.

“¡Pobre Nicolás, caray!”, y luego volvió a la habitación. La voz quedó en mí como un clamor de ultratumba.

Eso pasó mucho antes de la zafra. Recuerdo cuando Evaristo Estrella tocó a la puerta de casa una noche iluminada desde los confines del cielo.

“¡Don Vásquez, corra, corra que se está quemando el campo 99, reunamos los hombres del batey!”.

Al rato los obreros andarían perdidos entre las llamas abriendo trochas para evitar la propagación del fuego a los campos vecinos.

Nicolás Boyé no tenía hijos, ni hermanos, ni primos, ni abuela, ni una tía, como mi tía Pola Bello, que vivía en un pueblo llamado Realidad, allá en San Pedro de Macorís, que para Navidad venía siempre a traerme nísperos y a llevarme al río, donde me dejaba recoger pomos dulces mientras ella domaba los pantalones caquis de mi padre en esas aguas cristalinas.

Nicolás no tenía nada en este mundo y vivía en un barrancón de madera del otro lado del aljibe de viento, que en una de sus aspas, en pintura roja, tenía una leyenda en inglés: “New York, 1957”.

En esa noche, ya rojiza en la lontananza del campo 99, huyó Nicolás Boyé, dejando solitario el catre, con un hueco en el centro, cubierto por un parcho de saco viejo.

Le siguió en su ruta por el trillo de los Sosa, rumbo a Sierra Prieta, su perrito chocolate, del que jamás he podido recordar el nombre.

Se fue Nicolás, porque los ataúdes son tenebrosos. Se contaba que en el Cruce del Tren salía una caja con cuatro velas encendidas dando vueltas. Eso sucedía a las 3:00 de la mañana y desde entonces los malvados perros de Vieja Tunina a nadie dejaban pegar el sueño.

Y del ataúd se tejían otras leyendas que yo no puedo ahora recordar, pero que Nicolás acumuló en su cerebro durante toda su azarosa vida. Y así, con tres mil supersticiones, escuchadas en el sopor de las alturas de Montaña Negra, hirviendo en su pecho, cruzó la frontera muchos años antes de la caída de Chapita.

¡Caray! Se marchó Nicolás, porque un soplón del batey le dijo que el Guardia Campestre ya le había encargado el ataúd para su viaje a la cripta de la eternidad.

Días después de comenzada la zafra pasó el perrito chocolate frente a la casa verde y mi madre lo siguió con su mirada. Iba rumbo al batey. Más tarde, llegó “Mister William”, el operador de la radio del Central. Dijo que Nicolás había muerto donde le llaman Guanuma y que enviarán el ataúd.

Cuando pasó Negro Natera con su carreta de madera llevando el ataúd, mi madre dijo que las cosas hechas para uno nadie se las quita, y otras cosas, que yo entonces no pude entender.

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