“Paz, donde quiera que estés…”, en memoria de Leonora Ramírez S.

“Paz, donde quiera que estés…”, en memoria de Leonora Ramírez S.

Leonora Ramírez trabajó por 22 años en el periódico Hoy.

Por Fonchy Tejada

No recuerdo cómo ni cuándo, ni dónde pero sí que desde ese entonces su atildado desgarbo, su comedido desparpajo, su sonrisa siempre refrescante coronando sus espontáneos y afilados decires, que sus lentes prematuros confirmaban la indagación sustentados y ese permanente solicito por interesarse en el otro me arrimaron a ella desde ese entonces que su cercano, Julio, me la presentara.

Ya entonces se habían matrimoniado en una ceremonia en el San Juan de la Maguana de su origen, y de sus amores, al que llevó a Julio desde la calle 8, del Ensanche Espaillat en la que él y yo éramos los dos más «discretos» (por no decir el término con que se define a los nuestros), y que las fotos me hacían burlarla con aquello – me arriesgo a escribir consciente del rasgo feminista- de “él la ayudó».

Sus inquietudes y afanes se me hicieron cotidianos cuando en los primeros años ‘ 90s coincidimos en el diario Última Hora, dónde su calidad profesional destacó y su espontaneidad se clasificó con la de la maestría de Sara Savarin y la ríspida con que nos sorprendía la discreta Vivían Jiménez, siempre «remolina» antes los destornillantes embates de Aristófanes Urbaez (Babú), Leoncio Comprés y Frank Núñez (El Porta).

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Los cuatro últimos, junto con Emilia Pereyra, Tony Pérez y Elina María Cruz llegaron desde el periódico El Siglo, en su primera crisis, para reforzar la edición dominical a cargo del cuidadoso Juan Deláncer, en un intento del vespertino por captar lo que se estima era lo mejor.

Tras una pausa, nos volvimos a encontrar en El Siglo, cuando el periódico retornó por más tiempo a su oferta inicial, ahora bajo la dirección ejecutiva de Osvaldo Santana, compañero de escuela y de afanes de Bienvenido Álvarez Vega, fundador y primer director de ese magnífico diario que su atadura a los bancos comerciales potenció y también finiquitó.

Su «rebeldía ecuánime», resultado de su inteligencia, su autoestima y sus efluvios epocales, la llevaron a al diario Hoy, acuciada por la templanza de Bienvenido Alvarez Vega, quien en un pie de foto le cambió erróneamente su segundo apellido por un españolizado «Solchaga», con el que desde entonces la llamaba.

La última vez que la vi fue el pasado año, cuando murió Conde Olmos, otro de su estirpe, de esa que dota a algunos/as de tantas y abundantes cualidades que reparten entre sus cotidianos y les alcanza para siempre.

Su condición última me paralizaba, y aunque me inquietaba su estado, el temor que este martes sacude, hacia que fuera parco con ella, y por distintas vías me informaba de su situación, después del 24 de marzo, día de su cumpleaños, apenas hablamos dos o tres veces. Su último gesto hacia mi fue, cómo siempre un agrado: en esta su más cruenta gravedad sonrió cuando la solidaria Altagracia Ortiz le llevó un libro que le envié. Era uno de nuestros vínculos, con el que ella atizaba mi modorra.

“Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
No perdono a la tierra ni a la nada”
.

Con tu amado Joan Manuel Serrat, -que se vale para todo y todas/os, de ese a quien tu venerabas, Miguel Hernández, también te digo:

Sí, Solchaga, tú no te merecerías esa muerte.

Nosotros tampoco!