Pedro Gil Iturbides – ¡Ay, virgencita, ayúdanos!

Pedro Gil Iturbides – ¡Ay, virgencita, ayúdanos!

El discurso de orden de Joaquín Balaguer al asumir como miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia trató el tema del azar en la vida de los dominicanos. Hombre de pensamiento ecléctico con raíces cristiano católicas, lo mismo recurrió en ese discurso al amparo de la Providencia que al misterioso manto de una suerte asaz oportuna. El recorrido por los esotéricos mundos de los manes tutelares, lo hizo ponderar, además, el papel de María, en las etapas de vital resurrección de la esperanza dominicanista.

En días como los presentes, conviene que todos los cristianos miremos al Creador y le pidamos nos asista. Y a Ella, Virgen y Madre, que interceda ante su hijo como lo hizo en Caná de Galilea, cuando se iniciaba el ministerio de Cristo. Esa obra vivificadora la ha asumido María muchas veces, sin importarle al Señor que nos arropemos con la alta gracia cantada por el ángel Gabriel o vivamos a costa de sus mercedes.

San Juan recuerda que apenas la Virgen supo que se agotaba el vino en la fiesta esponsorial a la que asistía con Jesús, pidió a éste que ayudara a los novios. Un seco «no ha llegado mi hora, mujer», fue la respuesta del hijo. Pero María era madre y sabía, como lo saben y han sabido todas nuestras madres, que no siempre se nos puede hacer caso cuando privamos en petulantes o somos engreídos. De manera que, a sabiendas de que no la dejaría quedar mal, indicó a los sirvientes que hiciesen lo que Jesús les indicase.

Gracias a esa capacidad inmensa de las madres contempló junto al evangelista que celebra esta vocación intercesora, el último suspiro terrenal de su hijo amado. Poco antes Jesús le pidió que recibiese a ese discípulo como a un hijo, y a él pidió que la tuviera como a una madre. La tradición nos cuenta que María se acogió a la protección de este amigo de Jesús, hasta la hora de su asunción.

Podemos regatearle la misión intercesora. ¡Cuántas veces no lo hemos hecho, prendidos únicamente del traje talar de su hijo! Humilde, llena de la gracia divina de la que le habló el ángel, acude en nuestro auxilio a despecho de nuestras negaciones. Y de ello hablaba el doctor Balaguer en aquel día de 1947, cuando proclamó nuestra fatalista dependencia de la infinita misericordia de Dios.

Esa presencia es indispensable en nuestras vidas. Propensos a la dejadez, proclives a la molicie, inclinados a la holganza, sólo la fe recompone nuestro futuro. ¡Ay de este pueblo si en sus desmayos y desvaríos alejara el aliciente de una esperanza provista por el Creador! Entonces, perdida toda ilusión, la impotencia sobrevendría y la sociedad se desharía estrepitosamente.

José Ramón López advirtió hace un siglo que nuestros hábitos laborales se encuentran directamente vinculados a nuestras necesidades fisiológicas inmediatas. Satisfechas las mismas, se esfuma el ansia productiva que permanece latente hasta que el grito de los críos, la amenaza de los acreedores o el llanto de las mujeres, nos devuelven al trabajo. Con esa atávica predisposición pudo Rafael L. Trujillo al imponer su famosa ley de las diez tareas. Con esa ley y las güagüitas Toña la Negra recogiendo a los que hicieron del ocio un estilo de vida, pudimos apreciar el valor productivo del trabajo.

Mucho antes que López, y pidiendo a la corona española que espoleara el decaído ánimo criollo, compuso Antonio Sánchez Valverde su famosa «Idea del Valor de la Isla Española». Tiempos eran aquellos en que Haití surtía la mesa de la corona francesa y el presupuesto público dependía en un tercio de esa colonia antillana. El angustiado canónigo dominicano pedía que también a nosotros se nos aplicaran garrote y foete, pues con ambos bastaba para inducirnos al trabajo. Pero España estaba más lejos del Santo Domingo del este que Francia del Santo Domingo del oeste. Por tanto, Sánchez Valverde no fue escuchado.

Nos oyó, en cambio, la Virgen. Y prueba de ello es que, pese al dominio haitiano, y mientras éstos involucionaban, nosotros evolucionamos. Es verdad que la anarquía política ha minado el poder de progreso. Y que los obstáculos sembrados por la inequidad, las injusticias y el egoísmo individual y colectivo, impidieron un mayor crecimiento. No hay dudas tampoco de que una mayor cantidad de incompetentes administraciones de la cosa pública debilitaron siempre la fe en el porvenir. Aún así, pudimos asirnos de la fe en Dios y pedirle a María llena de gracia, que derramase sus mercedes sobre este pueblo para permitirnos que resucitase la esperanza.

Hoy, por nueva vez, muchos de nosotros imploramos la infinita misericordia de Dios. Y apelamos a la madre del Hijo encarnado, a María bajo todas las advocaciones a través de las que recurrimos a ella, para que se ocupe del vino de las bodas de Caná. Y que esta vez, sorbito a sorbito, nos lo suministre para alentar nuestras raídas ilusiones.

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