Pedro Gil Iturbides – El don de escuchar

Pedro Gil Iturbides – El don de escuchar

Ramón Alberto Font Bernard nos contó hace varios años cómo aceptó Rafael L. Trujillo zanjar con Haití el diferendo por la matanza de 1937. En principio, Trujillo pensó resistir cualquier forma de presión extranjera, escudado en argumentos relacionados con la soberanía nacional. Aún predispuesto a aceptar responsabilidad política en lo personal y diplomática para la República, decidió escuchar el parecer de un grupo de juristas y amigos a quienes convocó con ese propósito.

Font Bernard, púber entonces, conoció años después de la reunión, los relatos que del encuentro se hacían en la oficina de don Manuel Arturo Peña Batlle. Don Arturo Logroño, don Julio Ortega Frier, don Rafael F. Bonnelly, don Manuel de Js. Troncoso de la Concha y don Chilo componían el grupo consultor. Trujillo expuso sus puntos de vista y solicitó la opinión de los participantes en el encuentro que, en varios casos, ya le habían rendido dictámenes burocráticas. Ahora Trujillo los confrontaba, entre sí, y con él.

Aún escuchando los planteamientos sobre la gravedad de las repercusiones de la matanza en el campo del derecho público internacional, Trujillo insistía en que el gobierno dominicano debía mantener una postura de rechazo a toda incriminación que pudiera urdirse por presión foránea. En un instante, don Chilo Peña Batlle se irguió en la mesa:

Bueno, Jefe, si usted estableció un criterio para ser asumido por el gobierno, ¿qué objeto tiene esta reunión?

Trujillo miró al jurista de hito en hito, con cólera contenida. A lo largo de las discusiones discrepó duramente del punto de vista de varios de los presentes. Don Julio Ortega y Peña Batlle entendían que el inútil coloquio derivaba hacia una preconcebida decisión política. ¿Para qué continuar unas discusiones que exasperaban al gobernante, lo hacían enervarse con muestras patentes de ello, y no se encaminaban hacia una solución basada en el contexto de las relaciones internacionales? Peña Batlle había puesto el dedo en la llaga.

Pero contra lo que todos esperaron, tras un silencio que a todos pareció eterno, un Trujillo menos antagónico hizo la pregunta clave:

¿Cuál debe ser la postura del gobierno dominicano?

Había transcurrido casi mediodía, pero Trujillo finalmente escuchó a sus consejeros.

No fue la única vez en que el todopoderoso hombre público aceptó recomendaciones de sus colaboradores, discutidas en caldeados ambientes. Hans Paul Wiese Delgado ha contado en sus recuerdos sobre aquél régimen, de varios asuntos en los que la razón se impuso a las puertas del enérgico gobernante. Reynaldo Hernández, quien fuera su ayudante militar, nos refirió también de discusiones de Trujillo con funcionarios, a los que prestaba atención aunque inicialmente hubiere refutado y rechazado enérgicamente.

El doctor Juan Arturo Lockward Stamers, que llegó a hablarnos muchas veces contra este hombre en vida del mismo, también nos habló de su inclinación a escuchar ideas y planteamientos ajenos. El mismo era agrónomo y abogado y en el decenio de 1950 laboraba en la Secretaría de Estado de Agricultura y Cría vivió una de estas situaciones. Una madrugada escuchó sonar el teléfono en su casa estudio de la Martín Puchi.

Le habla Rafael Leonidas Trujillo, le dijo una voz al otro lado.

Le habla Napoleón Bonaparte, respondió entre sueños Lockward Stamers, quien, despertado cuando aún no despuntaba el alba, pensó era víctima de una charlatanería. Y cerró el aparato.

Pero la llamada fue repetida inmediatamente, y una voz imperiosa y perentoria hizo que prestase atención. Debía estar a las seis de la mañana en Palacio, por la puerta de la García Mella, en donde un soldado habría de llevarlo al despacho de Trujillo. Cuando aquello aconteció un poco después, Trujillo lo sometió a un interrogatorio de casi una hora sobre el sorgo. Al despedirlo y enviarlo en un vehículo militar al trabajo, le requirió que un resumen de sus informaciones sobre esta gramínea debía entregarse a un mensajero que la recogería en la Secretaría a las diez de la mañana. Días después, este hombre descubrió por referencias de unos técnicos estadounidenses traídos para intentar la siembra, que Trujillo sabía más que él del sorgo.

[b]Lo había oído.[/b]

Pero el caso más dramático de la capacidad de atención de un gobernante a un funcionario fue el vivido por don Angel Liz con Joaquín Balaguer cuando se creó el registro electoral. Don Angel, que presidía la Junta Central Electoral (JCE) había enviado técnicos del organismo a estudiar el sistema a Chile y otros países. En 1970 Balaguer le había prometido que, para la campaña siguiente, se estaría montando el sistema. Pero en 1974 Balaguer se mostraba renuente a aceptar el compromiso.

Don Angel, que cayó enfermo, estaba en una clínica privada de Santo Domingo cuando el Presidente acudió a verlo. Tras los saludos de rigor, don Angel recordó al mandatario su compromiso. Balaguer intentó eludir el tema, y un Liz convaleciente pero enérgico, se incorporó en su cama:

Creo en su palabra. Usted hizo un compromiso conmigo. Y tiene que cumplirlo.

El registro electoral comenzó a funcionar, efectivamente, en 1974. Y su existencia, paradójicamente, sirvió como instrumento de la derrota de Balaguer cuatro años después.

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