Pedro Gil Iturbides – El futuro, visto desde el presente

Pedro Gil Iturbides – El futuro, visto desde el presente

Es sabido que varios diputados se opusieron a la aprobación del Presupuesto de Ingresos y Ley de Gastos Públicos para 1994, tal cual se envió al Congreso Nacional. Es decepcionante, empero, conocer las razones de tal oposición. Nunca llegó a considerarse el efecto sobre la economía popular de los impuestos insertos en ese proyecto de ley. Hemos sabido que las motivaciones radicaban en el interés de obtener más recursos para ese cuerpo legislativo.

Ocurre que ese órgano congresional no realiza inversiones reproductivas, ni tiene adscritos departamentos vinculados al gasto social. El objeto propio del Poder Legislativo, del cuál esa Cámara es una parte, se encuentra taxativamente definido en la Constitución de la República. Y si a ésta faltaren razones, la suya se encuentra meridianamente establecida en la doctrina que sustancia los Poderes del Estado Nacional o en la que explica el sistema de representación en las democracias.

He dicho que hace un siglo exactamente, el Presidente Carlos Morales Langüasco propuso que Estados Unidos de Norteamérica manejase el ingreso público corriente. En los que son prolegómenos de la Convención Dominico Americana, el mandatario explicó la enfermiza inclinación a producir asonadas para obtener el control de las colecturías fiscales. Las revoluciones, adujo, se pronuncian para lograr el dominio de las oficinas de recepción de recursos destinados al Estado Dominicano.

Un poco más tarde, su entonces Vicepresidente y sucesor, Ramón Cáceres, hubo de reorganizar las finanzas públicas bajo la asesoría de Federico Velásquez y Hernández. Destinó la mayor parte de los ingresos corrientes al servicio de la deuda pública, y una proporción menor al sostenimiento de la administración y la inversión. Ambos, el Presidente Cáceres y su Ministro de Hacienda, Velásquez y Hernández, se cuidaron de apropiar fondos que destinaron al sostenimiento de los hombres de la manigua. Pero uno que otro entre éstos, entendió que eso era una chilata.

Luis Tejera, de intemperante carácter, decidió que «ese chín» era insuficiente. Y organizó el complot que condujo al magnicidio de Cáceres.

¡Pobres de espíritu aquellos antecesores nuestros, que optaron por un crimen como el cometido para intentar el acceso a lo que es del procomún! Más inteligentes nuestras generaciones, recurrimos al populismo para obtener los mismos resultados sin llegar a extremos tan execrables.

Hoy disponemos a la ligera de esos recursos, e hipotecamos los de nuestros hijos y los de nuestros nietos.

La onerosa peligrosidad de la deuda pública es aún inimaginable. Si fuera dable aprender en cabeza ajena, podríamos contemplar el mañana en países como Argentina. Pero estamos llamados a chocar varias veces con el mismo tocón. Morales Langüasco enfrentó la embestida de los gobiernos de Francia, Bélgica e Inglaterra. Si la ciudad de Santo Domingo no fue bombardeada en varias ocasiones por navíos de esos países entre 1903 y 1905, se debió a la intervención de los estadounidenses que, «casualmente», tenían naves de su armada en áreas cercanas a La Española.

Asumida la convención e incumplidos los compromisos de ésta derivados, sobrevino la intervención de 1916. La proclama recuerda que la negligencia en el cumplimiento de esas obligaciones, el desorden en que sumimos nuestra administración gubernativa, determinaban la intervención.

Cien años después se torna lejana la intromisión de tropas foráneas en ningún país, por el cobro de acreencias internacionales. Pero son muchas otras las formas perfiladas por el concierto de los grandes acreedores, para lograr que los deudores satisfagan sus compromisos. Y hacia tales nuevas formas determinadas en el correr de este siglo, encaminamos a un pueblo que cincuenta años atrás creyó haberse librado de esta vergüenza.

Una elevada deuda pública, interna o externa, atrofia la capacidad pública impulsora del crecimiento en cualquier nación. Al sustraer sumas apreciables de los ingresos públicos, corrientes o extraordinarios, que pudieron destinarse a inversión humana y social, se coarta esa labor promotora del Estado nacional. Y se obliga a generaciones no vinculadas a los efectos de los empréstitos, a cubrir ese capital y esos intereses contratados por sus antecesores, y que en muchos casos se destinó a consumo público, a un gasto liberal e irreflexivo, o a la politiquería pura y simple.

La concertación de empréstitos por el sector público es justificable en algunos casos, cuando los recursos así obtenidos se destinan a obras reproductivas. No así cuando préstamos de banca comercial de corto plazo y altos intereses, sirven para suplir el gasto corriente, la inversión corriente o las obligaciones de otras deudas inadecuadamente negociadas.

En este caso estamos condenando el futuro del país a pesares y dolores que pudimos ahorrarle a nuestros hijos y a nuestros nietos.

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