Pedro Gil Iturbides – Unos obispos capicúos

Pedro Gil Iturbides – Unos obispos capicúos

Tengo plena seguridad y no quiero revisar mis archivos que les he contado de la ocasión en que Monseñor Octavio Antonio Beras Rojas le aseguró a mamá que en 1961 se acabarían los sufrimientos de nuestra familia.

Mamá, cuya parentela se vinculó por lazos amistosos a los Beras desde el siglo XIX, recurrió al Arzobispo coadjutor de la Arquidiócesis de Santo Domingo, para lograr la reaparición de papá. A lo largo de unos años de molestias, presiones y persecuciones, se perdía lo material, pero mamá deseaba preservar al esposo.

Era 1960. Mi padrino, Alfonso Vargas y su esposa, y madrina, Lolita, habían retornado años antes a España presagiando que Rafael L. Trujillo >habría de matar a papá. Su aprensión se basó en que el Embajador Alfredo Sánchez Bella se había negado a intervenir por tratarse de una cuestión personal. Y aunque Pedro Gil Vives acabó denostando al régimen, la pugna del huevo y la piedra comenzó como mera diferencia comercial con Romeo A. Trujillo (Pipí). Y por ello lo encerraban sin presentar cargos, por comunista.

¡Papá comunista! ¡Un hombre de familia de pensamiento conservador y de filiación monárquica en su tierra! Pero Monseñor Beras que lo conocía bien, intercedió en su favor en más de una oportunidad. Lo mismo que intervinieron en su favor, el general Ludovino Fernández, en la primera de sus pérdidas, y, posteriormente, Tomás Morales Garrido (Papucho) que conocía sus ideas.

En el ocaso del régimen se recurrió a Augusto Peignand Cesteros, por recomendación de personas condolidas de nuestros pesares. Mamá y yo fuimos a la Crucero Danae, dos o tres veces, hasta que lo encontramos. Se le explicaron las causas posibles de aquellas persecuciones, y se le pidió que hablase con Trujillo. Desde esos días y con una publicación de un libro que se me sugirió cesaron los apresamientos. Pero Virgilito García Trujillo recomendó que permaneciera en la casa. Sin embargo, salió, pues sus negocios decaían y creyó conveniente evaluar la situación existente.

Por esta vez Monseñor Beras no solamente hablará por él. También nutrirá emocionalmente a mamá. Yo había permanecido a la entrada de la puerta de la casa en donde hoy se encuentra instalada la librería Juan Pablo II, junto al arquillo del Callejón de los Curas. Al rememorar esas horas, la voz del esperanzador amigo resuena en mis oídos:

No te preocupes Glorita, que 1961 es un año capicúo. Se escribe igual al derecho y al revés. Ustedes dejarán de sufrir y Pedro podrá estar tranquilo.

Y así ocurrió. Recomenzó para nuestra familia, después de los sucesos de ese año, una vida menos azarosa. Y aunque papá no retornó a los negocios, pudo salir a la calle sin sufrir encerronas ilegales.

Lo he contado otras veces. Y cuantas veces hablo o escribo de ello, me pregunto por qué Monseñor Beras sabía que 1961 habría de ser un año capicúo. Quienes me han leído o escuchado en las ocasiones en que hablé de ello, intentarán ahora enrostrarme lo que es clara evidencia. ¡El número 1961 puede colocarse como uno quiera y las cifras representarán el mismo valor!

Nunca estuve satisfecho con esa explicación, empero. Y vivo todavía Monseñor, en una de las visitas que le hacía en su casa de la Cayetano Rodríguez, intenté pedirle una explicación. Nada esclareció, pues cuanto dijo fue tan desilusionante como lógico. ¡La cifra 1961 se lee lo mismo al derecho que al revés! Y ante mi insistencia me dijo que sabía que era un año capicúo porque se lo habían manifestado varios feligreses y vecinos de la Catedral.

Los Obispos, como hemos de suponer, son receptáculo de risueñas perspectivas, de incesantes inquisitivas, de malogradas ilusiones, de quebrantadas promesas, de dolorosas sensaciones de sus feligreses. Muchas revelaciones los alcanzan por secreto de confesión. Otras opiniones les llegan como a cualquier hijo de vecino, por la ocasional conversación con furtivos visitantes.

En mis cavilaciones he querido adivinar un secreto inconfesado de Monseñor Beras, en aquello del año capicúo. Pienso que prefirió morir denostado por quienes hubieran preferido verlo lanza en ristre en lugar de tenerlo como un pastor apacible, tranquilo, moderado. Nosotros le agradecimos aquella manifestación consoladora que abrió un compás de espera tan ignoto el primero de enero como increíble el treinta de mayo. Se aferró a la sencilla explicación, aceptable sin duda, de que lo había escuchado de sus feligreses.

¿Quién puede impedirle a un Obispo que refleje en su voz el llanto y la pesadumbre de sus vecinos, de sus amigos, de sus feligreses? Pedir que no lo haga es pedir que no haya Obispos capicúos. Y siempre los habrá.

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