Pedro, Margarita y Mozart

Pedro, Margarita y Mozart

 MARIO EMILIO PÉREZ
Cuando contemplé con mis ojos entonces juveniles en el periódico la fotografía de aquella pareja el día de sus bodas quedé gratamente sorprendido.

El novio, de elevada estatura y figura esbelta, tenía grabada en el semblante una expresión que se me ocurrió definir como de antesala de la felicidad.

Ella, delgada y de rostro hermosamente sonriente había traspuesto la antesala de la gloria, y en su mirada aparecía el arrobo de quien escucha arpegios celestiales.

Fue mi único y breve contacto visual con Pedro Rodríguez Villacañas y Margarita Copello de Soto durante muchos años, hasta encontrarnos en la común afición por la música sinfónica.

En la trashumancia de mi quehacer periodístico, y en el campo de la entrevista, la música y los músicos de todas las vertientes han tenido siempre privilegiada acogida.

Esa circunstancia inició mi amistad melómana con la pareja de las nupcias cinematográficas, a quienes por mi exacerbado sentimentalismo les hablé en más de una ocasión del bello cuadro plasmado en aquella fotografía.

Hablando en una de esas ocasiones con Pedro, ambos coincidimos en que si bien Wolfgang Amadeus Mozart fue uno de los más grandes genios musicales de todos los tiempos, no figuraba entre nuestros favoritos.

Como ocurre con frecuencia, tras la mención de Mozart surgió el nombre de Ludwig van Beethoven, y ambos externamos con entusiasmo nuestra casi devota admiración por el extrahumano sordo de las rebeldías libertarias.

Descubrí en edad temprana las nueve sinfonías del coloso y en muchas ocasiones salté con el corazón desbocado escuchándolas, experimentando la gana infinita de las sensaciones de los afectados por el divino mal de la hiperemotividad.

Son harto conocidas por los melómanos las discusiones entre mozartianos y beethovenianos, alegando los primeros que la superioridad creativa de su ídolo se pone de manifiesto en que compuso mayor cantidad de obras y para más numerosa diversidad de géneros e instrumentos que el llamado coloso de Bonn. Y rematan con el dato de que el compositor de Salzburgo vivió veintidós años menos.

Los beethovenianos esgrimen aquello tan repetido de que es preferible la calidad a la cantidad, afirmando que no cambiarían las nueve sinfonías de su favorito por la cuarenta y una de Mozart, ni sus cinco conciertos para piano y orquesta por los veintisiete del archiprolífico autor.

Le dije a Pedro que leía todo lo que me caía en las manos sobre el genio salzburgués, porque me sentía afectado de ignorancia musical por no admirarlo en demasía pese a conocer gran parte de su obra.

Poco a poco me fueron revelados los misterios de aquella música, profunda en su aparente simplicidad, de refinado toque aristocrático, y con asombrosa mezcla de dolor y divertimiento.

Conversando con Pedro una noche de concierto en el Teatro Nacional dijo que en él se estaba produciendo el mismo fenómeno. Rió cuando le señalé que por mucho que estudiara a Mozart no me graduaría de Mozartiano.

Mi amigo agotó a destiempo la jornada de su existencia, lacerando los corazones de quienes compartimos con él opiniones y afectos.

Sin embargo, mi imaginación me llevó a conversar con Pedro durante el concierto Sólo Mozart, dentro del Festival Musical de Santo Domingo 2007, que incluyó la Sinfonía Concertante para violín, viola y orquesta, y la número 41, conocida como Júpiter.

Le dije que a Mozart le ocasionó también el hecho de que el violín tiene un sonido más penetrante que la viola, lo que resolvió disminuyendo pasajes virtuosos del instrumento; también aumentó la intensidad del sonido del otro afinando sus cuerdas medio tono más alta de lo normal.

Sobre la Júpiter supe que fue terminada dieciséis días después que la número 40, y estrenada con posterioridad a la muerte de su autor, y que solo la genialidad de Mozart pudo componer en tan corto plazo dos obras con características absolutamente diferentes.

De haber sido real este soliloquio lo hubiera finalizado diciéndole a mi amigo Pedro que mis lecturas sobre el fecundo músico me estaban haciendo concebir esperanza de doctorarme en Mozartología.

Sólo para escuchar su risa franca y abierta, propia de su amplio sentido del humor, muy español.

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