Le conocí una tarde plomiza del 63, casi al filo de la noche, en una casa de madera de Ciudad Nueva residencia de su hermana Eridania. Un amigo del barrio, Guillermo Rivera, me había convidado a recibir al poeta, quien le habría apadrinado antes de marchar en los años 40, en fuga clandestina, hacia el exilio. Pedro, alborozado como un niño, volvía a la patria que había enaltecido en sus versos poblados de entrañables cordilleras cardinales, solar vegetal de una inmensa bahía en la que hoy juegan retozonas las ballenas jorobadas.
Regresaba con su mochila repleta de esperanza a la tierra amada y ubérrima, que a su decir poético se derrama y cruje como una vena rota. A esa que se levanta con el cantío de los gallos, despunta al pie de la colina y se pierde detrás del horizonte, vibrante bajo el galope de los caballos. Al fluvial país de los campesinos sin tierra colocado en el mismo trayecto del sol, enclavado en un inverosímil archipiélago de azúcar y de alcohol. Lar de su patria chica, Macorís del Mar, cuna salobre y proletaria de la canción del ingenio.
Pequeño de estatura, más bien enjuto, de bigotes seductores y ojillos inteligentes coronados por unas arcadas cejas, Pedro hablaba con las manos, con su cuerpo grácil, articulando cada frase a una fluida expresividad gestual. Sabíase centro de atención curiosa de los muchachos que le recibíamos como la máxima expresión de la poesía combativa de vanguardia. Su poemario Hay un país en el mundo había sido editado por el periódico estudiantil Fragua, dirigido por José Israel Cuello, convirtiéndose rápidamente en el manifiesto libertario de los jóvenes que soñábamos sueños de redención.
En veladas auspiciadas por el grupo Arte y Liberación (Silvano Lora, Miguel Alfonseca, Iván Tovar, Ramírez Conde, Grace Coiscou, Janette Miller, Héctor Dotel) en el patio del Palacio Municipal de la Ciudad Colonial, en las voces frescas de Miguel, Janette y Héctor, o en las presentaciones del grupo de Poesía Coreada de Maricusa Ornes, se hinchaban de sonoridad cantora los acoplados versos de ese poemario raigal. El estribillo Alos campesinos no tienen tierra@ retumbaba con fuerza de denuncia en las calles congestionadas de pueblo en los albores de la ilusión postrujillista, junto al recordatorio responsorial Ason del ingenio@, que remataba cada frase del inventario de bienes y agravios cargados a la cuenta del enclave del azúcar. En el seno del hogar, mi hermana Flérida Bquien había estudiado arte dramático ejercitaba su memoria con este texto, estimulándome a seguirle los pasos en plan de dúo.
Luego vendría la edición dominicana del Contracanto a Walt Whitman, expresión de fervor al aliento telúrico, pionero y progresista del poeta de Hojas de hierba y reivindicación del yo colectivo, del canto a nosotros mismos, desde la perspectiva del tercer mundo y la utopía socialista, publicado originalmente en Guatemala, en 1952.
En plena guerra del 65 lo encontré en Oh, que bueno, helados, café, en la San Martín, frente a La Voz Dominicana, sentado en la barra tomándose un expreso. Apenas pude reconocerlo. Estaba transformado. El bigote había desaparecido, usaba una gorra y la apariencia era la de un billetero. El disfraz era perfecto para un dirigente clandestino del Comité Central del Partido Socialista Popular, cuyo nombre figuraba en la lista del medio centenar de Acomunistas@ más buscados por las fuerzas de ocupación norteamericanas. Al verse identificado me dijo muy quedo y socarrón, Asoy yo@.
Pedro había tenido una recaída de una enfermedad que le perseguiría neciamente hasta la muerte y su partido le había autorizado un descanso. Aún así, el poeta sacó espacio para testimoniar su compromiso con la causa constitucionalista, como lo hicieran tantos artistas y escritores que plasmaron su mensaje sobre la Guerra de Abril en murales, lienzos y octavillas. Su poema Ni un paso atrás armó el espíritu de los combatientes.
Yo marché a Chile en marzo de 1966 y junto a mí se fue Pedro Mir en mis maletas. Como un verdadero catecismo, leí a novias y a amigos queridos, cada verso de Hay un país en el mundo hasta el cansancio. Recostado en el césped en el Parque Forestal, sentado en la Plaza de Armas, en los nevados picachos cordilleranos de los Andes, frente a la brizna yodada del Pacífico oceánico, en un espacio verdaderamente nerudiano, golpeaba mi nostalgia la voz maravillosa de estos cánticos y no podía resistirme a su llamado.
Recibí en Chile su primorosa edición príncipe Amén de Mariposas y disfruté este homenaje al martirologio supremo de las Mirabal en una plácida lectura de domingo. Un tratamiento distinto y delicado, apropiado al motivo y la intención del poeta, surge de este texto, distante del fuego militante de su producción anterior.
A mi retorno del Cono Sur en 1971, nos volvimos a encontrar en la peña de intelectuales que nucleaba en su apartamento del Edificio Buenaventura Hugo Tolentino Dipp, mi antiguo profesor de Introducción a la Historia. Cuando estuve al frente de la Dirección de Investigaciones Científicas de la UASD lo tuve como profesor investigador contratado, de cuyo fino talento y laboriosidad de hormiga surgieron Apertura a la Estética y La Noción de Período en la Historia Dominicana. Ya un ensayo histórico suyo, El Gran Incendio, había demostrado su perceptiva originalidad en la interpretación teórica de nuestro pasado.
De esos años universitarios surgió una buena amistad. En el Centro Cultural de los Brea Franco organizamos varias conferencias del poeta, incluyendo una cuya presentación estuvo a cargo de Juan Bosch, dedicada a rendir homenaje a Pablo Neruda, fallecido poco tiempo después del golpe de Estado a Allende. Días antes de este evento, en un gesto de confianza que me impresionó, Pedro se me presentó en la oficina y me confesó que a pesar de su enorme importancia, no se hallaba tan familiarizado con la obra de Neruda, solicitándome le prestara mi colección del chileno y le actualizara algunos datos. Accedí de buen gusto y le hice entrega de todos los libros y artículos de y sobre Neruda. Pedro hizo promesa cumplida de devolución.
Su entusiasmo fue tal con el encargo político cultural que escribió posteriormente su manifiesto poético Huracán Neruda, presentado en México en el Ateneo Español, en 1975. De esta forma, el Poeta Nacional devolvía el gesto que presencié en el Teatro Baquedano de Santiago de Chile, un domingo de abril de 1966, cuando Neruda leyó su solidario Versainograma a Santo Domingo.
Otras peñas de amigos nos unieron en la ya desaparecida heladería Los Imperiales, en el Hostal Nicolás de Ovando bajo la anfitrionía de Verónica Sención, en el Taller de Silvano Lora, en cenas amables con Frank Moya Pons en el Vesuvio, o junto a grupos de jóvenes empresarios y profesionales a cuyas tertulias le invité. Cuando le vi en pantalla grande gracias a la magia del vídeo y al talento de Alicia Ortega en el homenaje que le rindiera la Feria del Libro en 1999, robándole moléculas al aire, una tremenda conmoción embargó mi espíritu. Vinieron a mi mente estas palabras: ALlámame, ven a verme, que siempre aparecerá un buen vino chileno. No sabes cuanto disfruto tu compañía, no me botes.@
El hacedor de mundos que fue Pedro, con un toque de humor negro, confesó en su lecho de enfermo: Aparece que no hay aire suficiente para que un poeta pueda respirar en este mundo@. Un 3 de junio, hace ya 91 primaveras, nació en el ingenio Cristóbal Colón Ael poeta social esperado@, como en clave de interrogación le presentara un profético Juan Bosch, en 1937, en las páginas literarias del Listín Diario.