Pelando la cebolla

Pelando la cebolla

SERGIO SARITA VALDEZ
En 1999 fue galardonado con el premio Nobel de literatura el escritor alemán Gunter Grass, nacido en la ciudad polaca de Danzig el 16 de octubre de 1927. Nuestro primer encuentro con este prominente artista y literato se produce a través de una embajadora muy especial llamada El Tambor de Hojalata. La diplomática a quien hago alusión es una novela ficción en donde un niño de tres años rehúsa seguir desarrollándose biológicamente hasta convertirse en adulto, como una forma de protesta en contra de un mundo de adultos cargado de crímenes, mentiras y apariencias.

El segundo encuentro con el afamado novelista ocurre por medio de la lectura de su reciente autobiografía, cuyo título usamos para el presente artículo. Nos sorprende y deleita agradablemente la técnica y el estilo empleados para relatar una vida repleta de alegría y penas, encantos y desencantos, altas y bajas, así como los continuos zigzagueos acaecidos en el tortuoso sendero trazado durante su largo peregrinaje de vida. Tiene Grass el coraje de narrar sin tapujos su juvenil participación en la milicia hitleriana, veamos cómo nos lo dice: «Al fin y al cabo fui de las Juventudes Hitlerianas y joven nazi. Creyente hasta el fin. No precisamente con fanatismo al principio, pero sí con mirada inconmovible, como un reflejo, en la bandera, de la que se decía que era <<más que la muerte>>, permanecí en filas, experto en llevar el paso». Con genial maestría cuenta los sufrimientos padecidos por aquellos que estuvieron ubicados en un bando o en el otro durante la segunda guerra mundial.

Hay algo que llamó singularmente nuestra atención en cada uno de los once capítulos en que están repartidas las cuatrocientas cuarenta y cinco páginas de la edición publicada por la editora Alfaguara. Me refiero al tema de la familia. Gunter evidencia el protagonismo materno en la formación de su personalidad y hábitos. Da bastante crédito a las enseñanzas y consejos provenientes de su progenitora sin menospreciar las de su padre y demás allegados. Cuando el jovenzuelo se alistó en el ejército del Furher su madre se negó a acompañarlo a la estación de tren. La despedida es contada por el novelista de “A paso de cangrejo” de este modo: «Más baja que yo, me abrazó en el cuarto de estar, como esfumada entre el piano y el reloj de pie: Con tal de que vuelvas sano y salvo…Te mandan a la muerte…»

Las calamidades de la guerra se pueden graficar cuando se leen párrafos tristes pero literariamente bellos como el siguiente: «Para todos los que vivieron, aquel invierno que comenzó tan pronto, a finales de noviembre, fue inolvidable… En las ciudades escaseaban lugares donde la gente pudiera calentarse. El transporte de carbón y coque se paralizó. Los que tenían frío se morían de hambre, los que tenían hambre se morían de frío».

En la postrimería de la obra explica los dolores de su madre que padecía cáncer, el cual había sido irradiado en sesiones múltiples y secuenciales. Mientras el poeta dominicano Osvaldo Bazil se inspira en su amante y escribe su poema Ella, Gunter Grass lo hace en prosa de esta hermosa manera para referirse a su adorada mamá: «ella, que tocaba con todos los dedos lentamente obras que se deslizaban en el piano y que, para mí, colocaba lomo con lomo libros que ella no leía, ella, de cuyos tres hermanos sólo quedó lo que apenas llenaba una maleta mediana, y que veía a sus hermanos seguir viviendo en mi… ella, que echaba para mí azúcar en la yema de huevo, ella que se reía cuando yo mordía el jabón, ella, que creía en mí, su niño de la suerte  por lo que abría siempre por el mismo sitio el informe anual de la Academia de Bellas Artes, ella, que a mí, su hijito, se lo dio todo y del que recibió poco, ella que es mi valle de alegrías y lágrimas y que, en cuanto escribía como antes y escribo ahora, sigue mirando tras su muerte por encima de mi hombro y dice <<borra eso, es feo>>  pero sólo rara vez le hacía caso y, si lo hacía, demasiado tarde, ella, que me dio luz con dolores y con dolores me liberó al morir, para que escribiera y escribiera, ella, a la que, en papel todavía blanco, quisiera besar hasta despertarla, para que se viniera conmigo, sólo conmigo de viaje y viera cosas bonitas, sólo bonitas y pudiera decir por fin: <<Que haya podido ver todavía eso, tan bonito, tan bonito…>>, ella, mi madre, murió el 24 de enero de 1954. Yo, sin embargo, la lloré más tarde, mucho más tarde».

Se cierra el libro con este breve y reflexivo párrafo final: «Así viví en adelante, de página en página y entre libro y libro. Sin embargo, permanecí interiormente rico en figuras. Pero para hablar de eso faltan cebollas y ganas».

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