Pena de muerte y prisión perpetua

Pena de muerte y prisión perpetua

WELLINGTON RAMOS MESSINA
Nuestro país se halla sumido en el espanto. El crimen se está enseñoreando en nuestras calles y lugares públicos y aún en nuestros hogares. Los criminales no discriminan entre el rico y el pobre, la noche y el día. La ciudadanía reclama la efectiva represión de la delincuencia y clama por la aplicación severa, a los criminales, de las penas represivas que la ley prevé, pues achacan la presente situación, principalmente, a la aparente lenidad de la ley y de los tribunales, llegando algunos a pedir el establecimiento de las penas de prisión perpetua y aún de la de muerte, recordando lo dicho por Napoleón de que: “El arte de la política es no castigar a menudo, sino castigar severamente”.

Pero, ¿Tienen razón quienes así piensan?

No es fácil contestar esta pregunta, puesto que existen muchas opiniones a favor y en contra, principalmente, en contra de la pena de muerte, la cual está siendo suprimida en muchos países, sobre todo en Europa, por los signatarios del Convenio para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, firmado en Roma el 4 de noviembre del 1950, y en virtud, además del Protocolo número 6 relativo a la abolición de la pena de muerte hecho en Estrasburgo el 28 de abril del 1983 entre los miembros del Consejo de Europa.

A pesar de lo anterior, según un informe de Amnistía Internacional, en el año 2003, que se sepa, fueron ejecutadas al menos 1146 personas en 24 países. El 80 por ciento de las muertes documentadas ocurrieron en 4 países: la República Popular China llevó a cabo 726 ejecuciones; Irán mató a 108 personas; Estados Unidos a 65 y Vietnam 64; falta saber cuántos condenados se hallan aún en espera de sus ejecuciones o bajo recursos contra sentencias condenatorias.

El problema no se presenta en nuestro país, ya que dentro de nuestras leyes no cabe la pena de muerte, la cual está expresamente prohibida por la sección 1, del artículo 8 de la Constitución y sólo podría ser establecida mediante una previa modificación constitucional. En el pasado, existió la pena de muerte, como pena de derecho común, luego, la ley del 1911 la eliminó para los delitos políticos, y finalmente, la ley No. 64 del 1924 la suprimió también para el delito común.

Sin embargo, teorizando sobre el tema, estimo que lo primero que debemos dilucidar es ¿qué es la pena y cuál es su función en la sociedad?.

Mi padre y profesor, licenciado Leoncio Ramos, en sus “Notas de Derecho Penal Dominicano” define así las penas: “es la reacción de la sociedad contra el criminal como un sufrimiento impuesto por el Estado al culpable de una infracción penal, en ejecución de una sentencia” de cuya definición se deduce que es: “a) un sufrimiento; b) impuesto por el Estado por medio de una sentencia; y c) a causa de una infracción penal.”

El mismo profesor Ramos, atendiendo al fin de las penas, las clasifica como: “de intimidación pura; b) reformadoras; y c) de eliminación”

De acuerdo con lo anterior, la pena de muerte elimina físicamente al condenado y la prisión perpetua, lo aísla del medio social. En ambos casos la política de la defensa social es tanto eliminatoria como intimidatoria, y de carácter terminante y permanente, descartando la función reformadora que se pretende con la aplicación de penas temporales de prisión.

Pero, ¿se ha comprobado, en los países que las tienen o las han tenido, que las mismas son un freno a la delincuencia?

Si se considera que la severidad de la pena es un freno contra el crimen, las 1146 personas ejecutadas en el 2003 no debieron haber cometido los hechos que ameritan pena de muerte. Quiere decir que en ellos falló la función intimidatoria de la pena. Indudablemente que en esos casos incidieron los factores biológicos y sociológicos que se hallan presentes en toda conducta humana, susceptibles de anular el efecto intimidatorio, principalmente los actos generados por procesos emocionales, incluyendo la ignorancia, el fanatismo, la drogadicción y la falta de cultura y la aptitud de llevar una vida socialmente adaptada. Así, queda claro que en el momento de la comisión del crimen el temor de la pena ha quedado obnubilado por otros factores, por lo cual tenemos que concluir que el temor a la pena grave no es, a menudo, un freno efectivo para los actos criminales.

En cuanto a la pena de prisión perpetua, los argumentos presentados para la pena de muerte, son válidos ya que, en vez de la muerte se trata de la eliminación para siempre, del delincuente, del medio social. En cuanto a esta pena hay que ponderar muchos factores, como lo son, el que a fin de cuentas el Estado se está echando a cargo a gran cantidad de personas que probablemente estarán presos hasta su muerte, creando en la práctica un asilo de ancianos, y que los reclusos tendrán carta blanca para la comisión dentro de la prisión, a veces hasta por paga, de crímenes, tan frecuentes en los centros de reclusión, ya que tales hechos, de no existir la pena de muerte, pueden ser cometidos prácticamente sin que el criminal pueda agravar su situación con nuevas penas, salvo las corporales, prohibidas por los tratados internacionales relativos a los derechos humanos.

Podría hablarse quizás de una prolongación de las actuales penas máximas de 30 años a 40 años de prisión, de tal modo que al término de las mismas, el condenado, probablemente, no esté por su edad en posibilidad de constituir una amenaza contra la sociedad.

De todos modos, quien desee conocer en carne propia lo que representaría el sufrir una pena de 30 ó 40 años de prisión, que se pase una semana preso como recluso en la cárcel de La Victoria, y si saliere ileso, habría conocido qué representan para un condenado en nuestro país 30 años de prisión.

Todo lo dicho anteriormente, nos indica que el establecimiento de penas en extremo severas no disuade al potencial delincuente, por lo que no son las armas adecuadas para remediar la presente situación que enfrentamos. No podemos inventar nada nuevo y por tanto, nos unimos a las voces que predican los remedios tradicionales sugeridos por la opinión pública, que son: el saneamiento y reforzamiento de nuestra economía; la prédica, por todos los medios de comunicación del elogio a la honestidad y la virtud por medio del ejemplo, principalmente en el manejo de la cosa pública, la educación escolar, cívica y familiar de la juventud, la creación de fuentes de trabajo, el mejoramiento económico y educacional de los sectores económicamente más débiles, permitiéndoles el acceso a las técnicas modernas y sobre todo, inspirando el optimismo de las generaciones jóvenes, en el futuro de la Patria, cuya falta trilla el camino de la drogadicción. La actual situación no mejorará a corto plazo ni sin el vigoroso concurso de todas las esferas de nuestra sociedad.

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