Pensar el saber, pensar el sujet

Pensar el saber, pensar el sujet

A grandes rasgos, y bajo riesgo de incurrir en extrema simplificación, se puede distinguir, de entre varias, dos formas básicas de conocimiento: 1) el conocimiento científico–técnico (o tecnocientífico), contentivo de una visión del mundo eficaz y poderosa, pero parcial e insuficiente; 2) el conocimiento filosófico, humanístico, integral (holístico), contentivo de una visión de conjunto del mundo y la existencia, inexacta pero completa.
La institución de enseñanza superior tiende a privilegiar hoy el conocimiento tecnocientífico como paradigma epistémico por encima de cualquier otro tipo de conocimiento. Este privilegio descansa en un falso supuesto: la presunta superioridad de la visión tecnocientífica del mundo sobre todas las demás visiones, lo que se conoce como “visión tecnocéntrica”. Las tentativas abiertas o solapadas por expulsar a la filosofía de los planes de estudios universitarios, por ejemplo, equivalen al destierro del currículo filosófico y, con ello, a la deshumanización de la enseñanza superior. Se trata de una tendencia bastante común en muchas áreas del conocimiento, potenciada por la revolución tecnológica y digital. Hoy, gracias a la tecnología de punta y la extensa computarización, muchas actividades del ser humano se han simplificado a tal punto que el usuario ya no necesita de la más mínima reflexión para realizar su trabajo. Y el trabajo que realiza es cada vez más automatizado. Es curioso: la útil automatización de las funciones termina inutilizando mentalmente al usuario. Se ejecuta mucho pero se reflexiona poco sobre el proceso de ejecución. Paradójicamente, el sujeto social ya no es el sujeto del saber científico porque su derecho a la ciencia le ha sido impedido y negado por los poderes.
La visión tecnocéntrica impide la apertura, la alteridad, el reconocimiento y el diálogo con el otro y desde el otro. En ella toda explicación y toda acción se plantean exclusivamente de modo vertical, desde arriba, desde un saber oficial, institucional, establecido, que determina tanto los propósitos como el curso de la acción, desconociendo al sujeto, su condición, su situación existencial, su historia de vida; desconociendo, en esencia, la mirada del sujeto, que es la mirada del otro. Un ejemplo de ello lo ofrece la etnología. Los etnólogos ofrecen explicaciones racionales acerca de las relaciones de parentesco, la estructura de los mitos y el funcionamiento de las instituciones en las sociedades primitivas. Pero habría que considerar también, como revela singularmente la obra de Lévi-Strauss, la manera en que los propios aborígenes interpretan las explicaciones de los etnólogos.
La crisis del saber contemporáneo se expresa en el ámbito universitario sobre todo como crisis del saber didáctico. El conocimiento productivo, orientado a un valor inmediato, no solo desdeña la idea de un saber puramente especulativo por inútil e ineficaz (la universidad, se objeta, sigue siendo especulativa, o sea, filosófica), sino que cuestiona incluso toda noción de saber crítico. El problema es que no todo conocimiento productivo en sí, por muy útil y eficaz que resulte, está cargado necesariamente de contenido crítico y autocrítico.
En la institución universitaria todo está en crisis: el modelo, el paradigma, las estructuras, las funciones, los procesos, los medios y los fines, y el sujeto cognitivo mismo. No solo está en crisis el proceso de enseñanza-aprendizaje: también lo está toda la mítica tríada docencia-investigación-extensión. El docente, el alumno, el proceso educativo y la institución misma se han convertido en figuras de un gran acto de simulación. Son meros simuladores. Ni el profesor enseña ni el alumno aprende: el profesor simula enseñar y el alumno simula aprender. En el mejor de los casos, se cree de buena fe que se enseña y que se aprende. Hay un juego de roles implícito que nadie declara ni admite, pero en el que todos están de acuerdo y participan. El juego que todos estamos de acuerdo en jugar es una farsa. Y es este juego lo que permite esa puesta en escena simuladora. Todos simulan (todos simulamos). En realidad, nadie enseña ni aprende nada. Como mucho, se despliegan estrategias, se utilizan recursos pedagógicos,se exhiben conocimientos, se transmiten y comunican saberes, contenidos intelectuales, y hasta se llega a mostrar cierto interés por el saber, pero no se produce un verdadero acto cognitivo, realmente crítico y productivo. No hay un saber, sino más bien un decorado del saber. El saber didáctico –verbalista, memorioso, repetitivo? es reproductivo pero no productivo. Tristemente, la enseñanza superior no es hoy otra cosa que un largo, aburrido y costoso ejercicio de simulación y engaño. Bien podríamos llamarla “pedagogía del simulacro”.
La tarea de la filosofía no debe limitarse a la mera constatación de hechos consumados, ni a la validación acrítica de los cambios de paradigmas epocales. Su tarea es pensar –¿o, mejor, volver a pensar? de manera crítica los supuestos de estos hechos y cambios, el estatuto del saber y del sujeto contemporáneos. Repensar todo eso que está sucediendo en el mundo ante nuestra mirada perpleja, todos esos procesos cognitivos y comunicativos, su significación, su legitimidad, su impacto sobre el orden social, cultural y humano. A fin de cuentas quien automatiza, informatiza, digitaliza es siempre un individuo, no un sujeto en general, sino uno muy concreto que es múltiple y diverso; sujeto a la vez de conocimiento, de acción y de derecho.
Una filosofía que recupere el papel del sujeto del saber científico implica un trabajo productivo y comprometido en lo social. Hablo de un sujeto plural y diverso: el sujeto de la filosofía (ser con experiencias e ideas), el sujeto de las ciencias sociales y políticas (sujeto histórico), el sujeto del derecho. Es preciso entender la acción del sujeto como querer, poder y saber. Este proceso implica tres competencias esenciales: un querer-hacer, un poder-hacer y un saber-hacer.
Quiero insistir en lo que ya en otro lugar he planteado. El querer-hacer expresa la voluntad política del sujeto, el poder-hacer implica posibilidad material, real y concreta, y el saber-hacer (know-how) supone conocimiento y eficacia. A menudo la acción del sujeto no va más allá del querer-hacer como intención y voluntad porque carece tanto de visión de sus posibilidades reales y concretas como de conocimiento de su campo de trabajo particular. Fracasa, pues, por falta de un poder-hacer y un saber-hacer.
Solo a través de un verdadero proceso de enseñanza-aprendizaje de los saberes tanto tradicionales como nuevos es posible constituir al sujeto para participar en la construcción de lo social. Superar la pedagogía del simulacro implica concebir y practicar de otro modo este proceso, a saber: como herramienta crítica de transformación social y cultural. Asumir una pedagogía verdaderamente crítica y liberadora supone también tomar en cuenta los nuevos desafíos planteados por la irrupción general de las llamadas culturas visuales o videoculturas. Estas culturas de la imagen, tan invasivas, demandan un nuevo tipo de enseñanza-aprendizaje sustentado en la lectura y la interpretación críticas de las imágenes. En otras palabras: una nueva pedagogía visual. Aprender a enseñar. Enseñar a aprender. Aprender a ver. Ver para instruir.

Publicaciones Relacionadas