La inteligente y sensible curiosidad periodística de Altagracia Ortiz, responsable de cubrir las noticias del sector salud para este diario, nos ha permitido llamar la atención sobre la ausencia en el área pública de hospicios o lugares de cuidados para los pacientes terminales.
El tema se pone ante los ojos de la opinión pública porque tenemos hospitales que por sus limitaciones se ven en la necesidad de enviar a los pacientes “no viables” a sus hogares, para que esperen allí el momento de su muerte. En buen dominicano, en la mayoría de los casos estos pacientes van a hogares pobres o de ingresos limitados a esperar, con todas las precariedades imaginables, su final.
Con sentido práctico, el personal de salud que labora en estos centros hospitalarios se ve en la necesidad de hacer espacio a favor de los pacientes que responden a las terapias y, por lo tanto, pueden curarse de los males que padecen.
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En los tiempos modernos, sin embargo, en el campo de la Medicina se ha introducido el criterio de calidad de vida y especialistas en salud física y mental, apoyados por el sentido de humanidad de estos tiempos, tienen la opinión de que los seres humanos merecen vivir de la mejor manera posible hasta sus días finales.
La historia médica deja saber que ya en 1842 los franceses empezaron a propiciar espacios para enfermos terminales, con el objetivo de apoyarlos o acompañarlos a una vida final llevadera. En esa época siguieron los alemanes y los ingleses. Siempre, por supuesto, anclados en una visión cristiana de la vida.
Hoy, en más de 100 países existen más de ocho mil hospicios y la Medicina Paliativa es una rama de las ciencias médicas. La Organización Mundial de la Salud, además, no solo tiene sus definiciones sobre el particular, sino los protocolos necesarios.
Hay, pues, que empezar a pensar y a tomar decisiones sobre el cuidado de nuestros enfermos terminales.