Peones del veneno

Peones del veneno

Guido Gómez Mazara

La nómina pública sirve de explicación a la ira de los peones del veneno

Una sociedad con una clase política donde el déficit de ideas y la inexistencia del debate riguroso caracterizan los últimos años de la vida institucional, sin quererlo y/o siendo promovida por franjas sin las competencias de lugar, se allana el camino para que la chismografía y la impugnación artera ocupen tiempo en las tareas que deberían servir en la educación ciudadana.

Desde una perspectiva auténticamente lógica, los pueblos avanzan en la medida que la dirigencia civiliza la competencia y, desde el poder se estimula el talento como regla de promoción.

Los líderes post dictadura cargaron en sus hombros una altísima cuota del engendro personalista y afán por llevar las discrepancias al terreno de lo privado. Inclusive, los rastros del escaso desarrollo de una nación atrapada entre 1930-1961 provocó que, desde el mismo corazón del Gobierno, el incurrir en la privacidad y deformar con tintes de calumnia a los disidentes llegara a los lectores diariamente por vía del Foro Público.

Así Trujillo se deleitaba, auscultando lo íntimo de cada ciudadano y degradando, hasta el sentido excelso de la heroicidad que, tanto fuera como dentro, aspiraba desplazar el bárbaro que nos degradó por tres décadas.

Desafiando la decencia y apelando a los bajos instintos, la carrera política de un hombre excepcional como José Francisco Peña Gómez tuvo que esquivar la ruindad de sus adversarios desprovistos de conexión con las masas y sin posibilidades en el orden electoral.

A Juan Bosch, desde los mítines de Reafirmación Cristiana le estructuraron campañas rastreras acusándole de comunista hasta provocar un golpe de Estado.

Nunca he sido balaguerista, pero el histórico caudillo reformista sintió el dardo descomunal de sus competidores cuando aspectos de paternidad asaltaron la escena pública en la dirección de descalificarlo.

A Leonel Fernández, Hipólito Mejía, Danilo Medina, Luis Abinader, les hicieron sentir los grados de irracionalidad en la lucha por el poder.

El verdadero desafío reside en saber distinguir entre el calor del combate electoral y los excesos verbales caracterizados por calumnias inimaginables.

Aquí, las campañas exhiben una vocación por dañar al adversario, con la gravedad de que se procuran tartufos desprovistos de competencias orquestados en el orden de servir de correa de propalación de las instrucciones dadas por sus pagadores.

Además, el proceso de democratización de los medios habilita espacios y redes, sin ningún tipo de fiscalización, que se constituyen en el colchón por excelencia en la recreación de calificaciones sin pruebas, impugnaciones pasibles de ser demostradas en los tribunales y personajillos, siempre dispuestos a que sus bolsillos sean los destinatarios del vendaval de dicterios.

Y quedarse callado no es lo correcto, claro está, lo ideal es saber distinguir entre los payasos y el dueño del circo. Por eso, la nómina pública sirve de explicación a la ira de los peones del veneno que facturan sus calumnias y cobran por detractar.

Sin aspavientos ni dejarse provocar, el proceso de adecentamiento de la nación también nos obliga en transitar el camino de la civilización institucional ante los excesos verbales e intención calumniosa: los tribunales.

Algunos creerán que es perder el tiempo, pero no. Así como las pasadas elecciones sirvieron para liquidar estilos, desbordamientos y vocación por confundir la ciudadanía desde poltronas de comunicación financiadas por el erario, debemos continuar la marcha sin retardarnos en la consecución de la meta.

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