Perder la data, pero no la lección…

Perder la data, pero no la lección…

He oído que al dedo malo todo se le pega pero lo que me pasó el lunes pasado en medio de un ataque de artritis gotosa fue casi para saltar de un puente: postrado, con mi computadora como mejor amiga, el disco duro se murió.

Fue una experiencia kafkiana.

La angustia de ver desaparecidos todos mis datos, la absurda sensación de que una parte de mi memoria externa se había esfumado, la auto-recriminación por no haber actualizado el “back-up” o resguardo, pero sobre todo la impotencia de no poder solucionar el caso, ni aplicando persuasión ni tirándole dinero; todo ello junto fue una pequeña muerte, agravada por el dolor físico del trance gotoso.

Tres libros inéditos están ahora secuestrados en un adminículo consistente en un pedazo de metal, plástico y silicio y es escasa la posibilidad de poder rescatarlos. Años de trabajo penden del hilo de la suerte: ¿podrán los expertos recobrar mi data?

Las primeras investigaciones han sido escalofriantes. Costaría miles de dólares tratar de revivir las secuencias binarias congeladas en el disco duro fenecido. Lo que siento se parece al luto, agravado por la incertidumbre del re-encuentro en el cielo, pues puede que el destino no quiera que mis datos y yo nos re-encontremos.

Una experiencia similar, pero exponencialmente menor en intensidad, padecen aquellos que pierden sus directorios telefónicos al dañarse o perderse su teléfono celular.

Esto de la computadora fallecida es peor.

Es como si quirúrgicamente y sin anestesia te arrancaran un pedazo del cerebro.

Y esto me ha puesto a meditar sobre cuánto dependemos del auxilio de las memorias de nuestras computadoras, en los negocios, los estudios y la vida ordinaria. La dependencia de los humanos de las máquinas es tan enorme que imaginarse la vida sin ellas, especialmente los ordenadores, es casi imposible.

Hasta hace algunos años, cuando por boicot de mi esposa dejamos de ir, mi familia y yo pasábamos anualmente tres o cuatro días en unas cabañas en Villa Pajón, una hora después de Constanza, en el corazón mismo de la Cordillera Central, sin electricidad ni señal de celulares.

A mi me servía como un shampú cerebral y espiritual para reconectar con la sencillez de la vida.

Pero desenchufarse voluntariamente es muy distinto a quedarse sin data, en un limbo, desconectado de archivos que hace pocos días lucían imprescindibles. Quizás ésa sea la lección…

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