Peregrinos del club

Peregrinos del club

TONY PÉREZ
El Club de Profesores de la UASD es una casona vetusta ubicada en Güibia, frente al mar Caribe, desagradable a la vista y herida por los cuatro costados. Carece de piscina, toboganes, canchas y otras comodidades propias del glamour de sus pares capitalinos. A lo lejos, desanima las visitas. Cerca, es peor, porque la turba de ratas del litoral sur de la ciudad parece que tiene un plan para ocuparlo; se ven como toros jugueteando con la arena y las olas picantes que cada segundo vomitan sin parar los desperdicios que les tiran el río Ozama y decenas de negocios grandes y pequeños instalados a lo largo del Malecón, desde la avenida España hasta Jaina.

Pero este espacio tiene sus aristas positivas. El cobijo de los almendrones y cocoteros del patio sirve de excelente observatorio de las cosas que a otros parecen simples en una ciudad agitada que se ahoga en generalidades, cursilerías y diatribas económicas y políticas.

Hace tres meses, disfruté el espectáculo de un despojo en plena playa, fuera de los límites del club. Los actores del ritual no advirtieron mi presencia porque, coincidencia de la vida, estaba yo en un sitio estratégico del patio, a menos de 50 metros, y la noche comenzaba a despertar.

Los objetos eran dos mujeres jóvenes. Un acto para cada una. Primero, de espalda al mar; el hombre frente a ella, a medio metro. La mirada fija en sus ojos. Parecía pronunciar algún discurso mientras con un mechón de fuego vivo le recorría el cuerpo desde la cabeza hasta los pies y viceversa. Le agarraba las manos y les sacudía los brazos.

La tiraba de espalda al mar. Segundos después la levantaba. Repetía el ritual. Igual para la segunda mujer. Al final, cuando la oscuridad les atrapaba, él les dijo algunas palabras y se perdieron detrás de la verja del club.

Días después de aquellas escenas, volví. Apuraba una cerveza casi caliente mientras leía un texto. El mar estaba violento. Sus olas revoloteaban como si éste sufriera peristaltismo. Pasó un crucero hacia el muelle de Santo Domingo. Luego, un carguero. Y otro. Y otro. El mar exhibía la vestimenta caqui y el olor pestilente del río. La basura modelaba sobre la cima de las olas. Las olas en cambio orientaban la basura hacia el patio del club. A medida que subía la tarde, éstas tenían control de la situación. La basura, ya cansada, claudicaba y se dejaba amontonar en la arena, a tres metros de los almendros. Observé jarros viejos, sillas plásticas con una pata menos, bacinillas, trozos de calderos, bolsas plásticas, brazos de muñecas. Hasta observé cómo el mar sometió al orden y colocó sobre el basural una nevera y una estufa destartaladas. Todo quedó agolpado como si lo hubiese organizado un ser humano de finos modales y sólida educación doméstica.

Hacia el suroeste, justo en el lugar donde días antes había presenciado el despojo, en el mar un hombre y un adolescente se bañaban desnudos. El adulto manoseaba al jovencito. En guerra con las olas, el mayor trataba el mayor intentaba montarse sobre una silla plástica y luego, sobre sus piernas subir al adolescente. Lo hizo una y otra vez. Le abrazaba. Le zambullía sobre las entrepiernas. Le afincaba sobre su pene. A poca distancia, unos pescadores tiraban redes en la orilla para pescar las sardinas que servirían de carnadas en la jornada de la madrugada siguiente.

Más tarde llegaron tres niñas y cuatro niños. Se zambulleron. Unos hombres observaban desde afuera. Al otro lado de la verja se oía una bachata y un murmullo. Llegó la noche y se marcharon.

Desde los almendros y cocoteros del club, la vida de la ciudad se ve distinta. Esa otra cara, preñada de escenas intrigantes, la vivimos los dos o tres peregrinos que solos o acompañados visitamos ese sitio durante el año. Pese a todo, cada día el mar es un poema nuevo que se pierden quienes a penas se arremolinan allí en tiempos de zafra electoral en la UASD o en el país, para brindar por la demagogia y el moralismo.

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