PERFIL
Vicente Grisolía: un maestro y su obra

<STRONG>PERFIL<BR></STRONG>Vicente Grisolía: un maestro y su obra

Ya no tiene el ímpetu con que arrancaba las vibrantes notas de su piano en recitales impresionantes. Tampoco tiene piano, ese instrumento fiel que conservó y tocó devoto durante más de medio siglo porque fue el recuerdo inolvidable de Virginia, la dulce novia que lo sorprendió en Nueva York con tan singular obsequio.

Pero conserva lucidez para narrar su magistral vida artística iniciada en su lejana infancia en Puerto Plata cuando ofreció un concierto, domingo en la mañana, en el teatro Apolo. Después de esta revelación se sucedieron solicitudes de permisos a don Juan, su padre, para que el niño tocara hasta en fiestas populares.

Vicente Grisolía Poloney, nacido en la llamada “Novia del Atlántico” el cinco de septiembre de 1924, es más que maestro pianista que exhibió su arte en  renombrados escenarios del país. Fue el glorioso intérprete que paseó el nombre de la República por París, Estados Unidos, África, Nápoles, Roma. Venecia, Florencia, Madrid, y consagrado maestro de generaciones en Bellas Artes, Conservatorio Nacional de Música, Teatro Nacional. Acompañó cantantes nacionales y foráneos y durante 12 años deleitó y enseñó a apreciar el arte a través de la televisión junto a Jacinto Gimbernard en “Música de los Grandes Maestros”.

Hoy, aislado de armonías y espectáculos, revive esos años luminosos con entusiasmo y rememora en detalle comienzos y retiro en una leal mecedora que no abandona  y a la que ama tanto como a su fiel Virginia Cánepa Jiménez que está a su lado desde que él escapó de “Ciudad Trujillo” gracias a un pasaporte que tardío le entregó el régimen porque los Grisolía estaban “en desgracia” debido al antitrujillismo de Carlos, alias “Grico”, hermano de Vicente. “Me defendía caminando El Conde y acompañando solistas”, cuenta.

Un director de la Sinfónica de entonces lo acercó a Trujillo en el Palacio Nacional en el que fue solista, y el sátrapa, aparentando ignorar el caso, ordenó la expedición del documento. Al mes partió en barco hacia Puerto Rico y Nueva York y no regresó hasta después del tiranicidio del que se enteró al leer la feliz noticia en la parada del tren, de regreso a casa.

“Solamente Vicente”.  Su madre era Alicia Poloney, descendiente de rusos que vinieron al país por Montecristi. El apellido original era Poloneski. El padre, Juan, provenía de italianos. Además de los estudios escolares Vicente recibió clases de piano con Enriqueta Zafra, graduada del Conservatorio de París. “Iba con mis hermanas y después de un mes le dijo a mamá: “por favor, Alicia, deja a las niñas en casa, manda solamente a Vicente”, cuenta sonriente.

A los 19 años, narra, vino a la capital a estudiar medicina, como quería el papá, “pero me zafé y cursé farmacia”. En la casa donde se hospedaba conoció a una estudiante del Conservatorio, se inscribió y estuvo dos años estudiando piano a nivel superior. Cuando terminó fue nombrado secretario y después profesor. “Dejé la farmacia, pero antes toqué con la Sinfónica un concierto de Beethoven dirigido por Casal Chapí, que me había escuchado, como pianista-solista”.

Cuando llegó a Norteamérica y tuvo amores con Virginia, su hermano le aconsejó: “Cásense y váyanse a Roma, yo les pago el viaje”. A partir de ese momento don Vicente relata su paso por el Teatro de la Ópera, en Roma, las clases con Madame Hedwig Rosenthal de quien luego fue asistente, sus aplaudidos recitales en el Carnegie Hall… A su retorno a Santo Domingo acompañó a Elila Mena y a otros distinguidos intérpretes del país y el resto del mundo tanto en la capital como en provincias y en Puerto Rico y fue profesor de todas las instituciones artísticas y de la Biblioteca Nacional. 

Entre sus representaciones más sonadas evoca las temporadas de óperas en el Teatro Nacional, los acompañamientos al italiano Danilo Belardinelli, tres recitales que tocó en Nueva York “con la Rosenthal” y la interpretación de la “Rapsodia Dominicana Número Uno”, de Luis Rivera, que interpretó frente al Generalísimo en el Palacio Nacional. En sus paredes y muebles guarda celoso fotos, condecoraciones, trofeos, grabaciones, álbumes, placas y escritos de sus años de esplendor. Es ocurrente, ameno. Tiene grabadas fechas como sus largos años de matrimonio y los que lleva mudado en la vivienda que ocupa y de la que apenas sale. Amigos como Henry Ely le invitan a salir pero él muestra mayor entusiasmo cuando éste le visita.  Otra huésped que recibe con alegría es a Lilliam Brugal.

No anida rencores pero confiesa decepciones en su carrera, dolorosas porque provinieron de compañeros de arte. Las cuenta pero no para publicarlas. Expresa, sin embargo, que lo más desagradable que vivió “fue algo que pasó en Bellas Artes” que motivó su renuncia de esa institución. Pero en su mente, el hecho concreto está en nebulosa como los nombres de sus hermanos que enumera con ayuda de su perseverante sobrino, Eduardo Loases Grisolía: Carlos, Mariucha, Angiolina, Hilda y Margarita. Lo que no se ha esfumado de su memoria es que “los dos primeros fallecieron”.

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