(Cuando alguien descubrió que controlar medios de comunicación garantizaba impunidad, la verdad perdió importancia para ser publicado. H. Hermann).
Cuando me preguntan por qué no regreso a la televisión, respondo que por falta de tiempo para estar al día respecto de las tantos temas de interés público que competen a un comunicador, y por la enorme carga emocional y espiritual que los desacatos de funcionarios y políticos imponen sobre los que creemos en un mejor país.
La verdad en los medios de comunicación tuvo una gran caída desde que el presidente Mejía pasó de “un hombre de palabra”, (mediante cambiar la Constitución), a ser candidato a la reelección. Entonces comunicadores protegidos de la oficina de prensa de la Presidencia, que cobraban en las fuerzas armadas, en Palacio, y en oficinas públicas, se dedicaron a detractar a los que se oponían a la reelección y, desde luego, se aprovecharon de su inmunidad relativa para promover ideas e intereses de grupos y de personajes del mundo político y de los negocios, generalmente inconfesables.
El gobierno de Fernández iniciado en 2004 profundizó y “tecnificó” esa forma perversa de hacer comunicación y, según se asegura, hubo entonces unos mil periodistas al servicio del Poder Ejecutivo.
Desde entonces, la modesta y mal pagada profesión de periodista-comunicador fue dando paso a personeros de grupos de interés y a sicarios de ocasión, que disparaban a mansalva cualquier cantidad de infundios sobre personas que se declaraban opuestas a cualquier iniciativa del Gobierno de Fernández, o de cualquier grupo de interés. A todo el que tenía cierta credibilidad o notoriedad como comentarista o director de un espacio radial o televisivo se le abrió esa “oportunidad”. Y solo unos pocos se abstuvieron de disfrutar ese banquete.
Entonces ocurrió acaso lo peor que podía ocurrirle a un país. En la esfera de lo público, la verdad y la mentira fueron confundidas, y nunca más la verdad pudo determinarse, y hasta dejó de ser buscada porque por cada defensa de algo “veritable”, aparecen decenas de falsificadores. Desde entonces, se ha hecho casi imposible saber o estar de acuerdo sobre cosas tan básicas e importantes como la verdadera tasa de inflación.
Pues, independientemente de si se dice la verdad sobre un tema, la gente se atiene a lo poco que puede, personalmente, percibir al respecto, o termina desentendiéndose acerca de la verdad del asunto. Los medios importantes del país, aún los más equidistantes y objetivos, no parecen hacer un gran esfuerzo por rescatarla. Se trata de una verdadera desgracia para todos, aún para los que se benefician hoy de este perverso juego de luces y sombras. Un Estado y sociedad se basan en la credibilidad del otro, y en la capacidad de cada cual de predecir y confiar en el otro, particularmente, en “el otro generalizado” que está representado por el Estado. Lo demás es ficción, invento y falsificación. Jamás habrá paz, ni habrá nación donde impera de este modo infame la mentira. Dios es la verdad y la verdad es de Dios. Nadie se llame a engaño.