Perjuicio Racial

Perjuicio Racial

POR PEDRO GIL ITURBIDES
La insistencia con que se nos acusa de mantener prejuicio racial contra los haitianos, causa perjuicio racial a los dominicanos. De nada valen los argumentos que se esgriman para defendernos. Y, buscándole la quinta pata al gato, he llegado a la conclusión de que estas campañas se dirigen a condicionarnos para que aceptemos traer a Haití para acá. Ni más ni menos.

Prejuicios los hay. Los capitanes y gobernadores generales de la parte este de la isla recibían a los cimarrones alzados de Haití, asentándolos en comunidades como San Lorenzo de los Minas y Mandinga.

Relaciones, es decir, comunicaciones oficiales rendidas por las gobernaciones a la Corona, daban cuenta de estos asentamientos. No es que no los persiguieron, por supuesto.

Pero estas persecuciones se daban en los casos de aquellos cimarrones que, al margen de toda norma civilizada, permanecieron alzados en el suroeste.

William Walton, durante su estadía en el país, dio cuenta de las acciones de estos cimarrones. No había gente de trabajo que cruzase los caminos en los que ellos establecían portazgos, que no tuviese problemas. No pocas veces, con pérdida de sus vidas. Pero la mayor parte de esos alzados se integraron a las comunidades nacionales, no niego que en forma marginal en sus primeros tiempos. Y después, como parte misma de nuestro pueblo. De ahí que tengamos al negro detrás, delante y encima de la oreja.

La diferencia entre la aceptación de aquellos cimarrones y el rechazo posterior a muchos haitianos la establecieron ellos. Explicación que nos hemos dado, y propalamos, tiene que ver con las invasiones de 1801 a 1805. Pero hay una distancia enorme entre el prejuicio nacido desde entonces, y el que se nos enrostra, de tipo racial. Cuando se produjo la invasión de Jean Jacques Dessalines en 1803 exhibimos las primeras formas de prejuicio. Los franceses, tomada la ciudad de Santo Domingo, se negaban a darle entrada a los grupos que venían de las poblaciones sureñas, huyendo a los incendios de sus bohíos. Y a las matanzas.

Fue el padre Ruiz, asomado a las murallas, quien habló con los comandantes franceses para que se revirtiese la orden.

“Estos son negros de la tierra, aseguró al brigadier Kervesseau. No son negros del alma”. Y las puertas de las murallas de Santo Domingo fueron abiertas para acoger a estos negros que, por cierto, como asegura J. B. Lemmonier

Delafosse, contribuyeron sobremanera a resistir el sitio de los haitianos. Resultado de aquellos incendios y matanzas, se acentuó el prejuicio. Pero siéntese uno de esos investigadores de tú a tú con un dominicano negro, y háblele de un haitiano. Sus opiniones no son de rechazo, aunque advierte que lo aceptaría sin prejuicios, si fueran habitualmente aseados, y no fueran potenciales transmisores de enfermedades. Los mulatos dirán lo mismo y tal vez, sólo tal vez, blancos con el negro en la punta de una sola oreja, mostrarán indicios del dichoso y sonsacado prejuicio racial.

De ahí que sostengamos siempre, ante acusaciones relacionadas con el trato al cortador de caña, que dominicanos y haitianos padecen las mismas penurias en los bateyes. Convendría que nuestros acusadores entendiesen nuestros modos de ser leyéndose, con tranquilidad, obras como las escritas dos siglos y medio atrás, por un canónigo criollo, don Antonio Sánchez Valverde, o por un inspector de colonias francés, Louis Méredic Moureau de Saint Mary.

Tal vez si leyesen aquellos escritos nos dejarían tranquilos. Y sin las premuras con que escriben esos informes desde la escalerilla de un avión tras una visita al bar de un hotel de nueve estrellas, asumirían otra visión de nuestras pasiones dominicanistas. Que nada tienen que ver con xenofobismos, antihaitianismos y prejuicismos como los que nos endilgan.

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