Cinco personas que habitan dentro de las cavernas del Malecón de la avenida George Washington, en el Distrito Nacional, dos de las cuales intentan formar familias, se niegan a salir de las cuevas ante las frecuentes amenazas de huracán y las constantes lluvias por tormentas tropicales.
Varios hombres hicieron espacios que llaman casas en las profundidades de las rocas, algunos con mujeres, menores de edad y la estampa típica de lo que en ocasiones forma parte de un hogar: un perro.
Juan Pablo Encarnación Rodríguez tiene diez años viviendo en una caverna del Malecón detrás del restaurante San Diego, próximo al Obelisco Hembra. Está debajo de una mata que él mismo sembró 1980 y por la que tuvo que pelear con un amigo para que no la cortara.
Cada fuerte oleaje del mar es una prueba de sobrevivencia y de resistencia para quienes deciden instalar su hogar entre los arrecifes. Quienes viven entre las rocas no tienen buena relación, a decir de un pescador, por la diferencia de circunstancias que los obliga a refugiarse en una zona tan inhóspita y peligrosa.
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Mujeres en el mar
Un gran cantidad de basura salía y retornaba al mar, produciendo un ruido diferente al de las olas. Esto hacía que Maritza Rivas disfrutara de su profundo sueño encima de la roca que cubría con sabanas. Rivas, mujer de Encarnación Rodríguez, escucha las olas como si se tratara de una composición musical. Como ella, otras mujeres caminan sin dirección a orillas del mar, expuestas a los peligros que implica la desolada área. Comenzó recogiendo botellas. Al conocer a su actual marido, dejó sus hijos y abocó a vivir una vida de cara al mar.
Vida en el mar
Juan Pablo Encarnación Rodríguez nació en Hondo Valle, San Juan de la Maguana. Desde muy joven viajaba a la ciudad de Santo Domingo, donde aprendió el oficio de la pesca. A los 21 años emigró definitivamente a la capital del país con el sueño de ser médico. Se tuvo que conformar con ser camilleros de las personas que morían en el hospital Padre Billini. A ese centro asistencial acude cada vez que se siente enfermo, aunque alardea de su buen estado de salud, por el abundante yodo que produce en torno del mar.
Como su mujer, Rivas, el hombre tiene mil y una historias que contar, comenzado porque se separó de su mujer -la que dejó con dos hijos- debido a los constantes pleitos y la exigencia del dinero que no podría producir. Dice que cuida del restaurante San Diego, el que asea por un pago de su dueña. También vigila los vehículos de los clientes en el parqueo del negocio contiguo al mar.