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Los objetivos de la educación superior podemos resumirlos en unos cuantos conceptos que encierran un mundo de grandes complejidades: formar los ciudadanos responsables y comprometidos que luchen por asegurar el bienestar de los demás; establecer medios que procuren y faciliten la formación de profesionales calificados; desarrollar la investigación científica y técnica; conservar y transmitir la cultura, enriqueciéndola con el aporte creador de los hombres (plural masculino); actuar como memoria del pasado y atalaya del futuro; y constituirse una instancia crítica y neutral, basada en el mérito y en el rigor.
Aunque estrechamente relacionados con la vida política y social de cualquier país, los cometidos universitarios señalados en el párrafo anterior tienen un perfil propio. Se trata de un conjunto de actividades más vinculadas a la ética y a las convicciones que al utilitarismo y a la inmediatez. Como bien lo expresara Federico Mayor, director general que fue de la UNESCO, “la dimensión ética de la labor universitaria cobra especial relieve ahora, en esta época de grandes transformaciones que afectan a casi todos los órdenes de la vida individual y colectiva, y amenazan con borrar los puntos de referencias, con deshacer los asideros morales imprescindible para construir el porvenir”.
La educación es mencionada explícitamente en el artículo 63 de la Constitución de la República donde se establece que “toda persona tiene derecho a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones, que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones” Y en el primer párrafo del artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos donde se consigna que “toda persona tiene a la educación; que la educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental; que la instrucción elemental será obligatoria; que la instrucción técnica y profesional debe ser generalizada; que el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos”. Los países, entre los cuales se encuentra la República Dominicana, que han adoptado esos principios, al hacerlo han adquirido una trascendental responsabilidad jurídica. Los mismos “deben estar en la base de todos los esfuerzos que se emprendan para la organización de los sistemas de educación”. Partiendo de su aceptación, ¿Cuál será la dimensión de la demanda de los dominicanos (plural masculino) por educación superior durante la presente y próxima década? ¿Cuál será el monto de los recursos financieros que serán necesarios para satisfacerlas y cómo se relacionarán esos recursos con el crecimiento económico que probablemente experimente nuestro país? Al tratar de responder a dichos cuestionamientos debemos tener muy en cuenta que, al igual que otros países de la América Española y el Caribe, la República Dominicana ha desarrollado en las últimas décadas programas que han implicado fuertes reducciones en la actividad económica. Además, se ha visto en la obligación de importar la mayoría de los bienes de capital y la tecnología en que se ha apoyado el desarrollo que ha alcanzado. Esto a su vez ha provocado importantes incrementos en los niveles de su endeudamiento externo.
El gobierno de Danilo Medina, al igual que los gobiernos que lo han antecedido, se ha visto en la obligación de desviar hacia el servicio de la deuda externa proporciones significativas de las divisas que, en otras circunstancias hubiera podido canalizar hacia sus inversiones internas. Tal vez esa sea una de las razones por la cual la UASD no haya disfrutado nunca del monto presupuestario que la ley le asigna.