Para que le permitan colocar sus cascos en un escenario de primera como La Arena, de Santiago, cualquier animal tendría que tener clase. ¡Mucha clase! Provenir al menos de una escuela de esas que miman y enseñan a los cuadrúpedos de buena sangre a caminar con garbo. También a llevar airosas las testas y crines.
Grupa alta y cola enhiesta. Docilidad a la brida y a la majestad del jinete. Y un particular recato cuasi humano para no hacer ante el público lo que hacían los caballos ordinarios de Macorís que tiraban de sus coches al mismo tiempo que de sus intestinos.
En nuestra fauna bípeda aparecen individuos a los que el habla coloquial equipara frecuentemente con bestias del montón.
El grosero, el torpe y el desconsiderado dan motivos al prójimo ofendido para recurrir a menciones zoológicas. Se apela a lo asnal, lo canino y lo felino para hacer referencias al patán o al malévolo voraz de los actos comunes de la vida.
El corcel de armoniosa presencia; el potro de lustre que trota con gracia sobre pisos acondicionados como el de La Arena de Santiago, no nos sirven para las malas equiparaciones con seres racionales.
Si el reino animal continúa por el próspero camino de la superación en sus especies, probablemente solo nos quedarán las ratas y las aves de rapiña para afincarnos en símiles al encasillar malvados. Dudo que alguna vez los picotazos de buitres puedan ser finos como las pisadas de equinos amaestrados.