Picantes, cuestión de entrenamiento

Picantes, cuestión de entrenamiento

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).- Son muchos los mexicanos que, cuando llegan a España y se enfrentan con la comida española, dicen que «no sabe a nada»; echan de menos la condimentación de su propia cocina, en la que los chiles están a la orden del día.

Por el contrario, no es nada raro que un español que viaje a México se encuentra con que la comida que «no le sabe a nada… más que a picante» es la mexicana. Evidentemente, es una simple cuestión de costumbres, de entrenamiento. Lo que a un español le parece picante, a un mexicano –o a un húngaro– le parece ‘soso’. Y viceversa.

A los ciudadanos de países de latitudes templadas les extraña el amor al picante que aprecian en zonas tropicales, donde, en principio, el picante estaría demás. No lo está, por supuesto. Pero el umbral del picante es, repetimos, una cuestión de entrenamiento, de educación, de costumbre. Siempre recordaré a un corresponsal de Televisa en Madrid que, en una comida, solicitó unos chiles. Se los trajeron; probó uno. Le preguntamos si picaba; dijo que ‘psé’. Le creímos, probamos los españoles… y nos abrasamos la lengua.

A mí me gusta un toque picante en las comidas que lo admiten, que evidentemente no son todas. Pero un picante ‘educado’, que más que alfombrarme la lengua y dejármela insensible a todo sabor se limite a calentarme la boca, a aportar un toque de picardía al plato de que se trate.

Mis experiencias con picantes extremos no han sido demasiadas; por supuesto, he ‘padecido’ algún chile realmente endemoniado; he comido algún pimiento de Padrón –típicos de mi tierra, Galicia– un tanto enloquecido; también recordaré toda mi vida una pimienta de la isla canaria de La Palma de nombre irreproducible y que me hizo llorar lágrimas como aguacates.

Pero la más frustrante la tuve en Budapest. El «maitre», al pedir mi menú-degustación, me avisó de que a los ‘turistas’ nos condimentaban la comida de forma distinta que a los húngaros, «porque ustedes no están acostumbrados a la paprika». Yo, que me aplico siempre lo de «adonde fueres, come lo que vieres», le dije que no, que yo, faltaba más, quería comer como los húngaros.

Resultado: al primer bocado del primer aperitivo tenía la lengua absolutamente insensible, de puro abrasada. Supongo que el resto del menú estaba bueno; no puedo afirmarlo, porque después del primer ‘paprikazo’ nada me supo a nada. Ni los vinos, esos excelentes vinos húngaros que tanto aprecio.

Pero ya digo que todo esto es relativo. Un extranjero en España acusará a la cocina española de estar dominada por el ajo; al menos, eso es lo que parece esgrimir Victoria Beckham para volverse a Londres. A los españoles, como a tantos mediterráneos, el ajo, usado con moderación, nos parece un perfume más; el problema es que para un británico una lámina de ajo es algo más que ‘moderación’.

Pasa con todo. A los noruegos les encanta el salmón muy ahumado, tanto que a un italiano, o a un español, el salmón le sabrá sólo a humo. Marroquíes, portugueses y mexicanos utilizan unas dosis de cilantro que a un español le parecen excesivas; el cilantro sabe mucho, como el hinojo, o el apio… A los andaluces les encanta poner mucha hierbabuena en el caldo del puchero; a un madrileño, ese caldo, en vez de a cocido, le sabe a hierbas.

Cuestión, ya digo, de costumbres. Pero cuestión, más aún, de equilibrio. Si en un plato domina un ingrediente secundario… algo no está bien. Y la cocina es, sobre todo, armonía.

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