Piel de mujer (2 de 2)

Piel de mujer (2 de 2)

POR YLONKA NACIDIT-PERDOMO
En el principio la mujer tocó las puertas del tiempo. Sólo conoce lo que ha visto, lo que ha vivido. Lo absoluto le es incognoscible, independiente de la razón; entra en contacto con todas las cosas. El día no ha cesado ni la noche tampoco. Se desorienta, sufre equivocaciones. La mujer libre de toda enajenación descubre la armonía con lo absoluto y los contrarios. Está lo ideal, lo objetivo, lo subjetivo, lo real, lo infinito y lo finito como excelencia de la unidad, como raíz de los principios opuestos.

Lo que mira la mujer, en principio, es un modo abstracto de caracteres de valor. Lo que mira carece de conciencia. Ella siendo otra distinta revela el presente, lo patente e inteligible que alcanza su ser. Hurga en lo más profundo, averigua sobre lo oculto, sobre lo impenetrable. Ella está ante la historia ligada a los acuerdos o desacuerdos entre lo real y lo ficticio.

La poesía en principio fue una insolencia del ser en el otro, alguna semejanza conmigo, estar amorosamente juntos (el yo y el otro), imaginariamente hacerse en el otro, no evasión de sí, sino prójimo, ser humano parecido al mío.

La mujer, en principio, fue una exploradora del universo que obedece a conceptos profundos, a «verdades» eternas e inmutables.

No sé si la mujer está sometida al Universo del yo, o al yo del Universo, si la vida es una aventura para descubrir los abismos de su alma junto a voces, rostros y gestos de seres opacos que la imaginan en fantasías oníricas.

La mujer es quizás (como abstracción) un sujeto puramente sensitivo, un sujeto psíquico, un personaje legítimo en el decurso de la vida que a través de la mirada expresa su mundo subjetivo.

La mujer posee una sugestividad mágica, una intuición fantástica que le permite agudizar su percepción del mundo que la rodea. Es como un ave que en la cima de una montaña puede «ver» la universalidad concreta en su danza verbal, los rincones del alma como un cuadro entrañable en el paisaje. Su palabra es una montaña, el olor del recuerdo, un hogar de instantes sublimemente vasto, espacio, tiempo, nosotros, lo que somos: transitoriedad, porque vivimos en una vidriera de lágrimas y barro.

Aún en el tercer milenio oiremos decir que la mujer posee un espíritu sensible arrojado a esa metáfora eterna de las antinomías, de las contradicciones. Arrojada a los juegos infinitos del sueño o a siniestras pesadillas desde donde puede escribir las letras del azar, lo indefinido en sus habitaciones literarias donde toma a la verdad ajedrecísticamente como posibilidad metafísica o retorno a la memoria que somos.

Y más aún los seres humanos continuarán encerrados en el enigma de la muerte, en el laberinto de su presencia en la tierra con frío, con sed, con hambre. No existirá la inmovilidad ni la permanencia. Habrá círculos y triángulos para sus máquinas, para sus objetos ideales, para el confuso caos de la apariencia y la fenomenología.

Sin embargo, el reino de la mujer, seguirá intacto. Ella será el refugio invulnerable del tiempo, la vida diurna de los secretos, el regreso, la vuelta al mito, a la ficción como espíritu encarnado.

Entonces desde mi ventana seré testigo activo de lo que mis ojos ven, en mi soledad nocturna, cálida y secreta, diferente y gris, sin la histeria de un médium, sin ser heroína ni mártir de una época.

Es como diría Annie Leclerc: «Toda mujer que quiera poseer una escritura que le sea propia no puede soslayar esta urgencia extraordinaria: inventar a la mujer» para que pueda advenir la que sí soñó Rimbaud al decir: «Cuando se haya roto la infinita esclavitud de la mujer, cuando ella viva para ella y por ella, también será poeta».

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