Piñón de Semana Santa

Piñón de Semana Santa

PEDRO GIL ITURBIDES
Desde hace muchos años se introdujo en el país el llamado piñón cubano (Gliricidia sepum), una planta que en realidad es nativa de las tierras mesocontinentales.

Pero cuando éramos niños el piñón conocido no tenía apellidos. No era cubano ni criollo, sino piñón (Jathropa curcas L.), un árbol común en la isla, aunque al parecer, también nativo de tierra firme. Es, de este último piñón, del que quiero hablarles, pues sangra los Viernes Santos.

Las nuevas generaciones no lo saben, sin duda, pues se han criado en un ambiente seducido por los deleites. Ni siquiera la Semana Santa escapa a esta forma de vida que, a nuestro entender, ha afectado a la familia desde muchísimos puntos de vista. Incluido el propio de las costumbres basadas en el orden moral. Pero cuando éramos niños, desde el miércoles de esta semana estaban prohibidos todos los regaños. Las pelas, indispensables, se prometían, en voz baja, para el lunes de Pascua.

Eran días en los que no se cocinaba ni se limpiaban pisos y muebles. Los negocios y oficinas laboraban hasta el Miércoles Santo, y únicamente permanecían trabajando aquellos servicios indispensables, como los hospitalarios y similares. Aunque preciso es admitir, porque eso lo averiguamos de nuestros días en el Instituto Politécnico Loyola, que los hornos de la fábrica de vidrio seguían funcionando.

Uno de mis tíos maternos, Leonte, recientemente fallecido en edad nonagenaria, tenía en el patio de su casa, en La Romana, una mata de este piñón criollo. Lo llamaremos de esta manera, para no confundirlo con el más conocido, el piñón cubano. Y hete aquí, porque la mente del muchacho no descansa y parece impulsada por el maligno, que mi primo Bernardo, hijo mayor de este tío, me susurra durante visita que hiciésemos a aquella ciudad, que el piñón sangra en Viernes Santo.

Informarnos aquello y caer en un estado de perturbación fue todo uno. ¡No dormimos por aquellos días! Estábamos cerca de una Semana Santa y deseábamos los días pasasen volando, a fin de hacer una prueba en una mata. Una especie de delirio febril se apoderó de nosotros, ansiosos porque amaneciese en Viernes Santo. Habríamos de hacer una incisión en la fina corteza del piñón, conforme el procedimiento indicado por Bernardo, para determinar si, efectivamente, el piñón sangra los Viernes Santos.

Al parecer, su savia, que es un líquido baboso e incoloro, se torna rojo por estos días. En realidad, hemos de confesar, los aborígenes usaban de esta secreción líquida para teñir telas de algodón. ¿Es que, aún incolora la savia, tiñe de rojo?

¡Tendríamos que averiguarlo! De todas maneras, por aquellos tiempos de pía unción no había nada que hacer. Cuando llegó la televisión, precisamente por esos años del decenio de 1950, los muchachos podían ver películas de temática religiosa, o documentales sobre templos de la vieja Europa.

Hasta entonces esos años no quedaba otro remedio que permanecer leyendo en las casas, en partidas de juegos de mesa sin levantar la voz, y, cuando correspondía, asistiendo a las celebraciones litúrgicas.

Pero en la casa en que vivíamos, en la calle José Reyes, no había mata de piñón. Ni criollo ni cubano, pues este último aún no se había introducido. O no era tan conocido como en años posteriores. De manera que, ardorosos, nos propusimos buscarlo en el vecindario. En casa de los Peignand en la calle Tomás de la Concha, que nos quedaba casi patio con patio, localizamos el objeto de nuestra inquietud. Desde la azotea urdimos el modo de caer sobre el piñón, hacer la incisión con una sevillana, y esperar a que sangrara.

Pero el muchacho nunca cuenta con el moquillo. No me distinguí, nunca, como trepador de arbustos ni árboles.

Tirarme desde la azotea al piñón no representaba problema.

Lo que no estuvo en nuestros cálculos fue mi descenso en aquel Viernes Santo, en que no podía llorar ni lanzar ayes para pedir auxilio. Confieso que efectivamente, el piñón criollo sangra en Viernes Santo. En cuanto al descenso de la mata… bueno, eso fue diferente aquel día.

El piñón no se distingue por una fuerte textura de su madera. Nos hallábamos en débil rama, tratando de alcanzar la pared divisoria. Pero cada vez que nos recostábamos la rama se arqueaba, y sonaba amenazadora, dispuesta a partirse.

Mas no podíamos gritar. Un descenso posible era el de abrazarse al tronco y bajar por éste. Pero ello significaba entrar al patio de los Peignand, y no deseábamos que, en un Viernes Santo, se levantase queja alguna por nuestra conducta. Además, ¿qué explicación daría un muchacho en edad púber que penetraba en patio ajeno con una sevillana en las manos? ¿Le creerían aquello de que procuraba verificar que el piñón sangra en Viernes Santo?

La abuela de Augustico Peignand nos salvó. Salió al patio para colocar una batea y escuchó el callado lamento sobre la mata. Miró hacia arriba, y nos contempló, con lágrima a moco tendido. Buscamos explicarle que cortábamos la corteza del piñón para averiguar si sangraba el Viernes Santo.

-¡Sí, y en otros días también! ¿No lo sabías? ¡Ven, bájate de ahí!

Y escondida la sevillana, mohinos, con el rabo entre las piernas, bajamos para dar la vuelta a la cuadra y retornar a la casa, en donde otras explicaciones fueron imprescindibles. Por suerte, el silencio también era imprescindible, y no podían cumplirse los también indispensables actos de corrección muchacheril, cosa corriente en la Semana Santa de estos tiempos.

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