Playas usurpadas

Playas usurpadas

ROSARIO ESPINAL
Portones, vigilantes y verjas impiden el acceso libre a muchas playas dominicanas que hace apenas 30 años eran recónditos de belleza inhabitados. Entre los controles y el mar, se erigen hoteles en lugares especiales del litoral para entretener turistas.

Es un negocio que genera empleos y divisas, muy necesarios en un país repleto de desempleados y deudas externas. El turismo es vital para el desarrollo económico, se escucha con frecuencia.

 

Con un cielo casi siempre brillante, un mar azul majestuoso, y un calor que sólo toma recesos en el efímero invierno tropical, el turismo ha desplazado como fuente de divisas al azúcar, el café y el cacao.

Dice el secretario de Turismo, en una curiosa expresión, que el mar es el petróleo dominicano. Buena analogía, pero habría que agregar que los mejores pozos, o en este caso pozas, no deberían ser una exclusividad de los resorts.

No es mala la idea de compartir la belleza de las playas dominicanas con los turistas extranjeros, u obtener de ellos las divisas que mucho necesita el país. Pero la forma en que el turismo dominicano se ha desarrollado constituye un despojo de los recursos naturales.

Como el Estado Dominicano no regula la propiedad privada para bien de la colectividad, y el pueblo está empobrecido, lleno de basura, ruido, y cada vez más delincuentes, la infraestructura turística se ha organizado a modo de plantación, basada en la segregación y exclusión social.

El fenómeno ha ocurrido de la siguiente manera: desde los años 70, empresarios turísticos adquieren una gran propiedad, preferiblemente frente al mar y lejos de las ciudades y sus problemas. Colonizan un espacio del litoral mediante la construcción de hoteles y áreas deportivas.

Bloquean el acceso público a la playa para que sea exclusividad de los huéspedes. Ofrecen comida y bebida en el todo incluido y disponen de transporte para llevar los visitantes a lugares considerados de bajo riesgo.

Esta modalidad de enclaustramiento separa los turistas de la población local y limita la entrada a las playas de quienes no pueden pagar por el servicio hotelero.

La segregación espacial, que contribuye a reproducir la segregación social, permite a los empresarios tener cierto control sobre los problemas que podrían ahuyentar los turistas y afectar negativamente sus negocios: la pobreza y sus limosneros, la delincuencia y sus tragedias, o la falta de higiene por la oferta deficitaria de servicios públicos.

Así, ante el caos y el aumento de la delincuencia en el país, el espacio turístico se presenta seguro y organizado.

Pero como resultado, las playas dominicanas se han hecho cada vez más privadas y constituyen espacios mercantiles cercados para el disfrute de los extranjeros y dominicanos de mayores ingresos. Ahora consumir mar y sol en los lugares más exquisitos del litoral tiene un alto precio.

Con este modelo turístico, los nativos establecen una relación de subordinación porque no pueden acceder al consumo que ofrece el resort, ni al disfrute del espacio natural que ha sido colonizado y usurpado.

Además, muchos lugareños trabajan en las plantaciones turísticas por bajos salarios, u ofrecen servicios adicionales a los visitantes como la prostitución, que no contribuyen a mejorar sustancialmente su nivel de vida.

Por su parte, los turistas quedan atrapados en jaulas de encanto donde disfrutan trozos de la belleza natural dominicana, sin adentrarse a interactuar con la población o conocer su idiosincrasia. Comen la misma comida masificada con ligeras variaciones y ven los mismos espectáculos de escasa estética y autenticidad.

El paraíso recreativo que se les ofrece queda despojado del rico, aunque inseguro y caótico contexto social dominicano.

Incluso el llamado turismo boutique se establece en espacios de control.

Este modelo de segregación y exclusión es común en el Caribe. En nombre de la seguridad y el bienestar, los turistas quedan aislados en su hábitat de placer temporal.

Por eso cuando se anuncian nuevos proyectos de desarrollo turístico en el país es entendible que surjan voces de alerta y desconfianza.

En Samaná y Bahía de las Águilas, zonas hacia donde se dirigirán muchas de las nuevas inversiones, difícilmente

sean reconciliables los proyectos turísticos con las necesidades ecológicas y sociales de la zona.

El modelo de exclusión y segregación social se repetirá, a menos que el Estado, por obra de algún milagro, cambie su relación concesionaria con el empresariado turístico, y valore más la necesidad de establecer un balance ecológico y social.

Las playas deben ser un espacio público de disfrute colectivo que eleve la calidad de vida.

Para reconquistar las playas usurpadas es fundamental que el gobierno asegure la entrada libre y rechace la colonización de nuevos espacios playeros simplemente para beneficio empresarial.

Por su parte, la población necesita proteger y venerar esos lugares, regalos frágiles de la naturaleza, donde deberían coexistir de manera armoniosa, creativa y enriquecedora lugareños y extranjeros.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas