Cuando el padre Servando se levantó de la cama inmediatamente metió los pies en sus zapatos de “tennis”. A pesar de que todavía no había clareado del todo, notó que estaban sucios de barro. En saliendo del baño se dirigió al comedor. –Bartola, trae pan, café y leche; prepárame un huevo con cebolla. –Padre, no tiene que decírmelo; es lo de casi todos los días; ¿no quiere un poco de queso blanco? ¡Dios mío, que zapatos tan sucios! –Llévatelos, Bartola; lávalos con cepillo y ponlos al sol. Tráeme los mocasines; están en mi habitación. –Hoy tengo que ir al taller de herrería.
–Iré a pie, Bartola; ¿no será mejor ponerme alpargatas? –Ya no sirven, padre, no salga con ellas a la calle. A las siete de la mañana circulaba mucha gente en camino al trabajo. Servando saludaba en todas las esquinas; a algunos, por su apodo. –Me vino bien la caminata, comentó para sí; ahora tengo la sangre activada. Al llegar al taller, leyó el letrero: “Trabagancia” y sonrió. –Buenos días, Pirulo, veo que tienes muchos clientes. Tres hombres esperaban sentados en un largo banco de metal. –Padre, venga, siéntese aquí, en el sillón de los cobradores. Es el sitio de honor en este taller.
Los hombres del banco se despidieron de Pirulo. –Padre, este sillón está debajo del gancho de las cuentas por pagar que estableció el señor Arnulfo. Además, no quería verlo sentado a usted con esos maleantes. –¿Quiénes son esos tipos? –Son clientes nuevos que encargan rejas y puertas corredizas. Vienen de otros barrios; aquí no los conocen; traen sus camionetas para transportar los herrajes. No se cual es su negocio: apuestas, contrabando o drogas. Más de la mitad del trabajo actual del taller es de ellos.
–Pirulo, vengo a pedirte que revises el travesaño de la torreta que sostendrá el peso de la campana; tal vez haya que reforzarlo; quiero que lo veas tu mismo. No estoy dispuesto a perder una campana tan cara. –No hay que hablar; pasaré por allá esta tarde. –Ojalá que estos tipos que se fueron no sean asesinos por paga. Ahora las ciudades están plagadas de criminales. La gente tiene miedo hasta de su propia sombra.